sábado, 21 de enero de 2012

Una Diosa a mi lado


El nacimiento de Venus, 1482-1484 , Sandro Botticelli 

I

No hubo forma
de frenar esa loca pasión.
Con el corazón en llagas
enloquecí con sólo divisar su perfil.
Me precipité en sus abismos al sentir
que su cuerpo desprendía un hálito,
un aroma, un olor diferente
que perturbaba la fragancia de las rosas
y la frescura de las aguas.
En sus dominios
nadie le hacía competencia.
Su belleza era natural.
Como Remedios, la Bella,
jamás llevaba abalorios
bajo su holgada bata de noche,
mientras permanecía a mi lado.

II

Su rostro de diosa sagrada,
ajeno a todo maquillaje,
huraña al polvo, resistente al carmín,
sus negras y largas pestañas
siempre se negaron
a embadurnarse de rímel.
Los adornos lejos de favorecerle
falsificaban con un falso rubor toda su figura.
Mientras menos atuendos relucía
mayor la atracción que ejercía
sobre los poros de su piel imantada.
Cuando la vi desnuda por primera vez
me figuré que era a Venus encendida
quien arrullaba mis brazos.
Una mujer para colmar tus ensueños
cada uno de tus caprichosos antojos.
A diferencia de Adonis
jamás rehuiría a su llamado,
prefería enloquecer de amor, morir a su lado,
antes que sucumbir entre las
dentelladas del cruel jabalí.

III

Para derribar sus defensas
tuve que sitiar su ciudadela
durante varios años.
Troya en llamas la tarde
en que solícita respondió a mis besos.
Desde entonces me apropié
de sus encantos y sometí su corazón
a mi quemante amor de sibarita.
Encendidos los ánimos
repasábamos ociosos
hondonadas, arroyos y montañas.
Me instalaba a divisar
la altura de sus pechos,
sus largas planicies,
sus oscuros prados,
sus anchas caderas
y su piel de albaricoque.
Sus negros ojos
como la negra noche
desprendían fuego,
eran una hoguera en plena orgía.

IV

Nunca volví a conocer
una mujer como ella.
Sus atrayentes pasos
acompasaban su andar de gacela
y su fogosidad de leona al acecho.
En verdad la perdí,
en verdad me perdió.
Aunque pase el tiempo
y miles de kilómetros nos separen
en mi cuerpo quedó adherido
el aroma de su piel
y a la dulzura de sus carnes.
¡Cómo olvidarla entonces,
si hasta sus prendas
quemaban las alcobas!



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