martes, 31 de julio de 2012

La civilización del espectáculo



“En la civilización del espectáculo,
el cómico es el rey”

Mario Vargas Llosa

¿Obtenido el Nobel de Literatura, que obstáculo podría frenar a Mario Vargas Llosa, para escribir una requisitoria aguda, profunda, filosa y desmitificadora del presente? La civilización del espectáculo (2012), ajusta cuentas con la banalización de la cultura propiciada por el advenimiento y primacía de la imagen y la metamorfosis a que ha sido sometido este concepto. Su caracterización de lo que acontece en el ámbito cultural constituye un parte aguas con las otras formas de nombrar el cambio de época al que asistimos. Siguiendo la trayectoria marcada por Daniel Bell, Ernest Mandel, Herbert Marcuse, Guy Debord, Eugene Brzezinski, Manuel Castells, destaca las mutaciones provocadas por la revolución científico-técnica, que tiene su barco de proa en el mundo de tecnologías de comunicación, Vargas Llosa insiste por el lado de la cultura. Su enfoque se concentra en el impacto desmesurado en lo que se ha entendido por cultura, degenerándola en simple espectáculo.

Después de haber exaltado al mercado como absoluto y árbitro imprescindible, termina asestándole una bofetada. Lejos quedaron sus anatemas contra quienes defendieron la cláusula de la excepción cultural. Dejó de pensar que el mercado posee la virtualidad de decidir que es bueno o malo en materia cultural. La defensa que formula de la denominada alta cultura, se debe a su trascendencia en las otras formas de definir la cultura. Se escandaliza de las confusiones generadas entre cultura mundo y cultura de masas. Su visión empalma con la del norteamericano Robert Foster Wallace, para quien la diferencia entre los escritores del presente con los del pasado, es que estos  además de adquirir un compromiso estético, asumían un compromiso ético. Wallace formula su tesis en el análisis fecundo que realiza sobre la obra de Dostoievski. En iguales términos juzga Vargas Llosa las producciones del ruso Tolstoi, el alemán Thomas Mann, el irlandés James Joyce y el norteamericano William Faulkner.    


Toma nota del análisis emprendido por el sociólogo francés Fréderic Martel. Acredita las constataciones que hace en Cultura Mainstream (2010), al registrar una realidad que ni la sociología ni la filosofía habían encarado. Se distancia al creer Martel que la cultura mainstream o cultura del gran público ha democratizado la cultura, arrebatándola a una minoría que la monopolizaba. Para Martel las actividades intelectuales, artísticas y literarias murieron desde hace tiempo, aunque sobrevivan en pequeños nichos sociales. Vargas Llosa estima que la diferencia esencial es que la cultura del pasado pretendía trascender en el tiempo, permanecer viva, mientras la cultura mainstream ha sido fabricada para ser consumida al instante como papas fritas o  popcorn. Igual pasa con las telenovelas brasileñas y Shakira, no duran más tiempo que el de su presentación. Textos y espectáculos se agotan en el acto. No hace concesiones, desestima dos características esenciales de esta cultura: su producción industrial masiva y su éxito comercial. 

Desconozco con que ojos verán los jóvenes el retrato siniestro que hace Vargas Llosa de la época actual, estoy convencido que no les hará ninguna gracia, tampoco lo pretende, solo realiza el diagnóstico de una cultura envuelta en celofán. Vargas Llosa coincide con Anthony Guidens. En Un mundo desbocado (1992) el inglés alude los cambios introducidos en el comportamiento de los hacedores de televisión. Con la caída del muro de Berlín (1989), los camarógrafos hicieron que los jóvenes que lo escalaban bajasen, para que iniciaran de nuevo su ascenso puesto que las cámaras no captaban bien el espectáculo que deseaban transmitir en vivo y directo a todo el planeta. Vargas Llosa cita a Claudio Pérez, enviado especial de El País a la gran manzana, para dar cuenta de la crisis financiera capitalista. Su crónica fechada el 19 de septiembre de 2008, dice que “los tabloides de Nueva York van como locos buscando un bróker que se arroje al vacío desde uno de los rascacielos que albergan los grandes bancos de inversión, los ídolos caídos que el huracán financiero va convirtiendo en cenizas”.

Este frenesí compulsivo permite definir la civilización del espectáculo. Los fotógrafos, como aves de carroña, escrutan los rascacielos para mostrar en vivo su muerte, solo les interesa el hecho convertido en espectáculo. Una cultura “donde en primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal”. En esta definición se escuchan ecos del discurso situacionista, el francés Debord había caracterizado el nuevo estadio como Sociedad del espectáculo, (1967). Vargas Llosa se mofa se esta cultura al pretender igualar una ópera de Verdi, la filosofía de Kant, con un concierto de los Rolling Stones y una función del Circo Soleil. Cultura light, leve, ligera, fácil, una literatura cuyo único propósito consiste en divertir. Critica el establishment por desalentar, en vez de estimular a quienes escriben obras exigentes, textos que reclaman concentración y esfuerzo de los lectores. Concluyente ratifica lo que todos ya sabemos, “en la civilización de nuestros días es normal y casi obligatorio que la cocina y la moda ocupen buena parte de las secciones dedicadas a la cultura y que los chefs y los “modistos y “modistas” tengan ahora el protagonismo que antes tenían los científicos, los compositores y los filósofos”.


Condena la alcahuetería de los medios en estos cambios, la realizan de manera consciente, sus nexos con las grandes corporaciones financieras y mediáticas les inhibe jugar un rol diferente. La prensa sensacionalista, sostiene Vargas Llosa, nace corrupta. “En vez de rechazar las groseras intromisiones en la vida privada de las gentes, las reclama, pues ese pasatiempo, olfatear la mugre ajena”, creen que “hace más llevadera la jornada del  puntual empleado, del aburrido profesional y la cansada ama de casa”. Un libro de una sola cara, controversial, con cierto deje absolutista, no por eso menos valiente, que generará polémicas por hacer afirmaciones sumamente discutibles y objetables. Un ensayo demoledor sobre los tiempos que corren, invita a la reflexión. Su evocación de Walter Benjamin y Karl Popper, un marxista y un liberal, resulta apropiada. En el momento que el desencanto y la desesperanza cunden y se apodera de muchos, ambos autores “por más que el aire se enrarezca y la vida no les resulte propicia, los dinosaurios pueden arreglárselas para sobrevivir y ser útiles en los tiempos difíciles”. ¡A su magisterio me acojo!      

domingo, 15 de julio de 2012

Aguas negras, cuentas claras



El inicio del encunetado y adoquinado en Juigalpa fue para muchos el anuncio de una nueva era. La primera calle sometida a los apremios de la modernización fue Palo Solo. Dieciocho años antes se había iniciado la instalación de la tubería para llevar el agua potable a las casas. ¿No debió plantearse al mismo tiempo la instalación del alcantarillado para el desagüe de aguas residuales? El retraso con que entramos a la segunda década del siglo veintiuno en materia de salud pública, ratifica que en Juigalpa las autoridades nunca han tenido clara sus prioridades. Ni las actuales ni las de antes. Debieron habérsele plantado al Ejecutivo. Mis alumnos en la universidad creían que cuando hablaba de los “pon pon” era la creación de una imaginación delirante. Solo los estudiantes llegados de las regiones más remotas daban pábulo a mis afirmaciones. Todos reían gozosos al hacer las descripciones de las profundidades que alcanzaban las letrinas. En algunos hogares las hacían tan hondas que a nuestra edad –ocho años- daba miedo asomarse al brocal.

Mientras doña Clotilde Díaz construía su retrete, nos metíamos al patio para ver cuántos metros bajaba hacia el centro de la tierra. Aprovechábamos el descuido de los obreros para lanzar piedras y así calcular la profundidad que iba alcanzando. Creímos que saldrían al otro lado del mundo. Encaramados sobre un tablón, los trabajadores extraían baldes repletos de tierra. A veces se topaban con capas muy sólidas. La jornada se volvía extenuante. Avanzaban bien lento. Afilaban a cada rato sus piochas y barras, nunca utilizaron barrenos. La tierra acumulada la tiraban en la esquina del patio de mi tía Josefa Villanueva. Debido a la inexistencia de botaderos había sido convertido en basurero oficial. El solar quedaba a escasos cien metros de la iglesia. Sus hedores salpicaban el vecindario. Los vientos esparcían la basura hacia el centro de la ciudad. Existía una especie de acuerdo tácito entre mi tía Josefa y las autoridades edilicias a quienes poco importaba su existencia.

En muchas casas pudientes los “pon pon” tenían cuatro tazas. Las diseñaban según el tamaño de las nalgas de sus dueños. Con decirles que en algunos ni siquiera intentábamos sentarnos por temor de escurrirnos hacia el fondo y morir ahogados en mierda. En diversas ocasiones armamos concursos para premiar al culo más educado. Nunca supe a quién se le ocurrió la idea. Sentados en el trono, en una verdadera puja, expectantes, concentrábamos la atención para ver quien lo hacía primero. Parecía que habíamos calibrado nuestros intestinos. ¡El golpe avisa! El premio consistía en un par de caramelos que Fany robaba en la venta de mi tía Rosibel. Al no ponernos de acuerdo sobre el vencedor, más de una vez declaramos desierto el concurso. Entonces quebrábamos en pedacitos los caramelos y los distribuíamos de manera equitativa. El excusado de las Castrillo, una casita en miniatura, era seleccionado para la celebración de estos certámenes. Nunca lo hicimos donde doña Comelia Castilla, pese a quedar dentro de nuestro perímetro de juegos.

Después supimos que el viaje fraguado al estilo Julio Verne, obedecía a que todos querían disponer de sumideros que de ser posible durasen toda una vida. El tiempo ha venido a darles la razón. El primer retrete del que guardo recuerdo estaba ubicado en la casa que albergaba al Instituto Nacional de Chontales, donde hoy es el Hotel Mayales, quedaba en el fondo del patio, un banco con dos pequeñas tazas de madera. Como no estaba iluminado a nadie se le antojaba ir de noche. Creo que este fue un tropiezo que enfrentó la mayoría de los hogares juigalpinos. Tampoco tengo claro cómo no se enfermaban si tomaban agua del pozo que quedada a pocos metros del “pon pon”. En mi vecindario casi todas disponían de ojos de agua. Muchas veces ni siquiera tomaban el cuidado de ponerles tapas de madera. De cuando en vez les echaban baldes de agua con creolina. ¿Cómo hacíamos para modular nuestros estómagos como si se tratara de una orquesta? No lo sé.

Las lluvias anegaban el barrio. Alcanzaban su mayor velocidad frente a doña Minar Cruz, y luego penetraban por la esquina en casa de mi tía Rosibel. En invierno nos íbamos a bañar a escasos metros del basurero de mi tía Josefa, en los límites del predio de don Fernando y doña Alba Montiel. Las aguas se deslizaban a orillas del pozo Calicanto y se estancaban en el patio de Ángel María, para luego caer en el Mayales. Para rehabilitar la calle tuvieron que hacer ese enorme muro. Desde la altura se aprecia todavía el hueco donde varias generaciones iban a chapalear aguas lodosas sin temer sus consecuencias. Una sola vez nos zambullimos en ese lugar. Jorge Eliécer y yo la pagamos caro. Mi madre nos fue a sacar a las seis y media de la mañana. Nos hizo caminar desnudos hasta la esquina del instituto. Una vergüenza que todavía no supero, pese haber recibido el golpe a los cinco años de edad. Tampoco puedo hacerme de la vista gorda ante la carencia de un sistema de alcantarillado en Juigalpa. Un tema de salud pública que exige respuesta inmediata.

Para sortear el infortunio en casas, centros de negocios, restaurantes, bares y discotecas, han construido pozos sépticos. La indolencia de las autoridades edilicias y de salud nunca ha sido confrontada. Las aguas siguen escurriéndose por las calles de Juigalpa. Ningún alcalde se ha interesado en poner fin al drama. En algunos tramos el hedor es permanente. Se encharcan frente a las instalaciones centrales de Claro y el Templo Evangélico. Hay que caminar con cuidado para que los carros no salpiquen tus ropas. La mortificación se repite en el trecho que baja desde donde don Leovigildo Jarquín hasta la esquina de doña Pastorcita Díaz. Las aguas hacen un remanso en la esquina de  Mongrío. Las ondulaciones del adoquinado entre los Figueroa Escobar y Ortega Castillo, retienen las aguas y la fetidez subsiste. Igual pasa en las esquinas de don Pancho Ramírez, Rafael Acevedo, René Meneses, Biblioteca Municipal, etc. ¿De qué adelanto hablamos? La expansión comercial por sí misma no es indicador de progreso.

Los inodoros los descubrí en la capital. Para mí fue una novedad jalar la cadena y ver como el agua se tragaba la mierda arrastrándola hacia el Lago Xolotlán. Una cagada mayor de la que los Managua ni nosotros nos hemos podido librar. ¿Será así por los siglos de los siglos? Amén. 

Aleida y el Che



¿Sobre qué veredas transitar en un texto dedicado al Che, partiendo que este ha sido escrito por su esposa? En el libro pergeñado por Aleida March, Evocación mi vida al lado del Che, (Espasa, 2008), ¿esperaban una vez más su canonización? ¿Qué aspectos les resultarían imprescindibles? ¿Los consagrados a la liberación de Cuba, su involucramiento en las luchas de África y América Latina o sus relaciones afectivas con su esposo? A mí lo que más me interesaba conocer era cómo transcurrió la vida del guerrillero en sus breves pausas hogareñas y su comportamiento como padre. Su nombre pertenece a la leyenda, realidad y mito se funden. Sobre las hazañas del Che se han vertido miles de páginas. Muchas aluden de manera contradictoria su vida amorosa. Unas enaltecen su condición de asceta, otras resaltan su carácter de macho. Mil y una anécdotas, verdaderas y falsas, salpican su vida.

Desde el anuncio de su publicación disponía de las claves para leerlo. Después de haber consagrado tiempo a la lectura de casi la totalidad de su obra, incluso la antología preparada por Biblioteca Era, precedida por un prólogo de Roberto Fernández Retamar, me interesaban sus relaciones familiares. Cuando todos glorificaban o maldecían su gesta, al empezar a leerle me deleité al deslizarme sobre una prosa saturada de poesía. Pasajes de la guerra revolucionaria (1963), no dejaba espacio a la duda, cargado de metáforas y una enorme capacidad para escribir breves relatos oscilando entre lo anecdótico y lo histórico. Con un estilo apretado, irónico y mordaz daba cuenta incluso de sus titubeos y caídas. Algo similar emerge del Diario del Che en Bolivia (1968). El ejercicio riguroso de la autocrítica no lo deja a salvo. Con nadie fue más severo que consigo mismo.

Culminada la primera etapa de la lucha insurgente, con la entrada de los barbudos a la Habana al despuntar enero de 1959, los primeros días de la pareja fueron una vida de cuartel. Los dos meses que vivieron en Tarará, marcan el inicio de su intimidad. Como romántico incurable, el Che le hizo entrega de su primer regalo: un frasco de perfume Flor de Roca, de Caron. Su boda sería en La Cabaña, el 2 de junio de 1959, a la que asistió como invitado el nicaragüense Rafael Somarriba. Aleida, era una mujer celosa, ¿qué razones tendría? Será verdad entonces lo que dijo una vez Osmany Cienfuegos, ¿qué el Che le había confesado “Yo no le cuido la bragueta a nadie”? Otros más audaces se atrevieron a decir que tuvo amores con Tamara Bunke, Tania, la guerrillera, su compañera de sueños en Bolivia.



Sus relaciones empezaron a tener un giro diferente, mudaron de vivienda hacia la calle 47, entre Conill y Tulipán, en Nuevo Vedado. La familia empezaba a crecer, a Hildita se sumó el nacimiento de Aliucha. Si algo deja claro Aleida, fue que el nacimiento de Camilo le deparó grandes alegrías. Desde siempre deseaba un hijo varón. Encontrándose en Argelia, el 24 de febrero de 1965, nació su quinto hijo, típico latinoamericano se sintió tentado de ponerle Ernesto. Con su manera habitual de entrarle a las cosas de soslayo, escribió una carta dirigida a su nuevo vástago: Ernesto Guevara March (entregarlo en su casa o en la clínica) Habana. Teté dile a la vieja que no voy a comer. Que se porte bien. Dale un beso a tus hermanitos. Tu viejo.  

En las últimas cartas a su mujer, brota la nostalgia e irradia su indeclinable naturaleza poética. Antes de su salida hacia el Congo, disfrazado, bajo el seudónimo de Ramón, vuelve a la carga: “En las noches del trópico volveré a mi viejo y mal ejercido oficio de poeta (no tanto de composición como de pensamiento) y tú serás la única protagonista”. Un tiempo después de su partida, Vilma, la esposa de Raúl, llegó a casa de Aleida a dejar las cartas que escribió a sus padres e hijos, junto con un sobre que decía Solo para ti, unas cintas con poemas grabados en su voz. Aleida después comprendió que había sido fiel a la forma de expresar sus sentimientos. Le grabó a Neruda, Farewell y Veinte Poemas de amor; Vallejo, Piedra sobre piedra y Los heraldos negros; Guillén, La sangre numerosa y el abuelo y a Martínez Villena, La pupila insomne.

En una carta remitida desde el Congo, le llama Mí única en el mundo, un verso prestado al viejo Hikmet, poeta turco revolucionario, con quién se identificaba. Aleida insiste en llegar a verle, se niega y aclara que se ha pasado buena parte de su vida, “teniendo que refrenar el cariño por otras consideraciones, y la gente creyendo que trata con un monstruo mecánico”. Estando en Tanzania (28 de noviembre 1965), le escribe una de esas tantas cartas reveladoras de su personalidad. Contrario a lo que piensan sus detractores, se define como “una mezcla de aventurero y burgués, con una apetencia de hogar terrible pero con ansias de realizar lo soñado”. Sigue pidiendo libros, el listado es grande, pero como afirma, “me he acostumbrado tanto a leer y estudiar que es una segunda naturaleza y hace más grande el contraste con mi aventurerismo”.

A su regreso de África, Aleida fue a su encuentro en Praga. Una estadía de amores intensos y clandestinaje severo. Ambos creyeron que no volverían a verse. Con un pie en el estribo hacia el Congo, su carta olía a final, utiliza un deje poético que me recuerda a Octavio Paz. Cree que carece del “noble oficio de poeta. No es que no tenga cosas dulces. Si supieras las que hay arremolinadas en mi interior. ¡Pero es tan largo, ensortijado y estrecho el caracol que las contiene, que salen cansadas del viaje, malhumoradas, esquivas, y las más dulces son tan frágiles! Quedan trizadas en el trayecto, vibraciones dispersas nada más”. Cuánto la amó, supo decírselo con pasión de hombre y expresión de poeta. “Así te quiero, con recuerdo de café amargo en cada mañana sin nombre y con el olor a carne limpia del hoyuelo de tu rodilla, un tabaco de ceniza equilibrista, y un refunfuño incoherente defendiendo la impoluta almohada (…)

Con un pie puesto en campaña, el poeta se despide cantando a su mujer

Adiós, mi única
No tiembles ante el hambre de los lobos
Ni en el frío estepario de la ausencia;
Del lado del corazón te llevo
Y juntos seguiremos hasta que la ruta se esfume…