miércoles, 4 de diciembre de 2013

Un mito beisbolero



-Denme los guantes. El juego se acabó.

Todos nos quedamos perplejos. Nadie esperaba esa reacción. El roletazo fuerte por tercera había golpeado su mano derecha. Ninguno de nosotros se movió a ver qué le pasaba. Agitaba su mano y se soplaba las uñas. Es probable que esperaba nos acercáramos. Cuando se percató que seguíamos impasibles tronó y dio por terminado el partido. La mayoría de los guantes, bates y bolas eran suyos y de su hermano Rodolfo. Era la primera vez que Humberto asumía una decisión drástica. Casi violenta. No sabíamos qué hacer. Apenas eran un poco más de las cuatro de la tarde. El sol empezaba a retroceder y las primeras sombras caían sobre el campo de béisbol. Las altas ramas de los mangos sellaban su paso por toda la parte izquierda. La jornada empezaba.

-¡Brother no le creo!  
-Pues así como oyen. No jodan. ¿Creen que no me dolió? ¡Váyanse a la verga!

No hubo manera que el Gemelo reconsiderara su sentencia. Metió las manoplas en el bate y me llamó.

-Brother venga. Vámonos a mi casa.

Los juegos de béisbol formaban parte de nuestros rituales cotidianos, para esos días solo que lloviera no jugábamos. La fiebre beisbolera se había apoderado de toda la muchachada. Cada uno de nosotros según la posición que ocupaba se identificaba con los jugadores de la liga profesional. La mayoría querían ser como Rigo Mena. A mí el que más llamaba la atención era Duncan Campbell. Un pelotero completo. Jugaba todas las posiciones y hasta llegó a lanzar. El poeta David McFields lo inmortalizó en un poema. En la distancia vuelvo a preguntarme, ¿por qué iba con el León y no con el Bóer o con el Cinco Estrellas o el Oriental? Todavía no alcanzo a descifrar el ministerio. Debe haber sido cuestión de empatía. No creo que exista otra explicación.

Toda memoria es selectiva. Uno escoge qué desea registrar en su mente y queda grabado para siempre. Wilfredo Calviño, Orlando O’Farrill, Conrado Marrero, Julio Jiquí Moreno, Borrego Álvarez, Leo Posada, Enrique Izquierdo,  Winchy Álvarez, Coco Sayas, Deacon Jones, Orestes Hernández, René Paredes y Duncan Campbell, formaban parte de mi constelación de estrellas. Lo siguen siendo.

El béisbol nos hacía vibrar, incluso llegué a llorar a varias veces ante las derrotas de mi equipo. Como estaba prohibido desvelarme encargaba a mi madre que continuara oyendo el juego. En cuanto me levantaba salía en su búsqueda para saber quién había ganado. Su alcahuetería era única. Siempre accedió a escuchar las partidas, incluso esperar que terminase el juego cuando iban a extraining. Mientras tanto seguía escuchando que Toño hubiese llegado a la profesional si se lo hubiera propuesto. Nunca oí hablar de otro jugador que hubiese logrado tanta simpatía entre la fanaticada local.

Los sueños de todo jugador era tratar de escalar esa cima. En sentirse reverenciado por sus seguidores. Por enésima vez Octavio Gallardo, un lanzador discreto, sentenció que Toño se había desperdiciado. Se le pasó el tiempo. Si se hubiera empeñado ahora Chontales contaría con un representante del calibre de cualquier jugador profesional. Entonces reparé en su figura. Me parecía pequeño, muy pequeño como para haberse creado un mito a su alrededor, tenía un modito raro para caminar. Eduardo León "Caimito", evoca su grandeza. Con aplomo el lanzador estelar de la Décima Compañía afirma: "Cuando Toño cogía base era seguro que anotaba. Corría como endemoniado". Eduardo seguirá creyendo hasta donde le alcance la vida que Toño es el mejor jugador que ha tenido Chontales en todos los tiempos. Jugó todas las posiciones y fue un pícher inigualable.

Cuando lo vi jugar segunda comprendí que si no jugaba otra posición era porque su brazo no daba para más. Sus giros de cintura buscando la doble matanza eran rápidos. Cubría un amplio espacio y sus piernas todavía respondían. Varias veces lo vi robar las almohadillas. Toño tenía un juego alegre. Se divertía jugando. Fue cuando empecé a interrogarme. ¿Si Toño era demasiado bueno por qué nadie se preocupó por empujarlo viajar a Managua y ratificar su calidad? ¿A qué se debió que él tampoco se empeñara por dar el salto e ingresar a la profesional? ¿Sería que temía no dar la talla? ¡Imposible! Todos aseveran lo contrario. ¿Cómo explicar que diera las espaldas al sueño de todo jugador nicaragüense? Debió haberse ido.

Vivía a una cuadra de su casa y cada vez que iba para la escuela sobre la calle Palo Solo dirigía la mirada hacia dentro, con la intención de verlo. Sentía admiración por las hazañas que contaban había realizado destacándose como el mejor. ¿Será que no se fue para no dejar sola a la Dora? Años después vi lanzar dos juegos consecutivos a su hermano Napoleón y en ambos salió victorioso. Napo pichó dieciocho entradas completas. Tiraba pedradas. ¿Noventa millas? Parecía una máquina. Nunca se cansaba. Un atleta como pocos. Saltaba la garrocha. Competía en los cien metros planos. Corría los cinco kilómetros, desde El Salto hasta el campo de béisbol en los predios del Instituto Nacional de Chontales. Por tratar de ganar una competición intercolegial se desencajó el cuello. Anduvo mucho tiempo con un aparato ortopédico.


Napo se divertía de lo lindo como lo hacía Toño, tirando pelotas hacia el plato sin asomos de agotamiento. Con tal de ganar a los managers no le importaba mantenerlos en el box. Eso era lo único que importaba. Eran mata pícheres como dicen algunos iluminados. No existía ninguna regla que estableciese límites para proteger a los lanzadores.

Toño continúa siendo objeto de conjeturas. En el parque los más viejos siguen contando sus hazañas. Inevitablemente desembocan en lamentos. ¡Qué bruto! ¡Cómo no recapacitó! ¡Toño era un diamante! Todos los que lo vimos jugar sabemos que le sobraba madera para instalarse en la profesional. ¡Uf! se hubiese destacado. Ya ven con lo bueno que era Napo no le hacía sombra. Cualquier equipo lo hubiese contratado. ¡Aquí nunca tendremos otro pelotero como Toño! De seguro hubiese sido big laguer. Fue un tonto. Ahorita sería miembro del Salón de la Fama Nicaragüense. Todos viajaríamos a Managua con nuestros hijos para verlo luciendo su traje de pelotero. Con sus ojillos inquietos y la manopla sostenida sobre la cadera izquierda. Debo decirles que cada vez que escucho su nombre repito que a mí me hubiese gustado que jugara con el León.


Estoy seguro que los jugadores de Los Toros han escuchado más de alguna vez su nombre o han leído con respeto la placa en el Estadio Carlos Guerra Colindres, donde aparece su nombre junto al de Eduardo León y demás glorias chontaleñas. Si no ha sido así díganles a sus abuelos que les cuenten su historia. Si no la saben indaguen entre sus vecinos. Si estos no saben responderles acérquense una noche al Parque Central e interroguen a los contertulios más viejos quién era Toño Ugarte. Saldrán convencidos que ha sido el pelotero más completo que ha tenido Chontales a través de la historia. Toño encarna el mito y los mitos tienden a crecer y multiplicarse. Continúan repitiéndose de boca en boca hasta el final de los tiempos. Creo que se cuidaba más Humberto, mi hermano entrañable, y esto que nunca aspiró llegar a la profesional. O tal vez no quiso repetir el error de Toño y por eso pensó que debía cuidar sus manos.

lunes, 7 de octubre de 2013

En busca de sí misma


Anaïs Nin
Cegada por la fosforencia de su luz y la autenticidad de su vida, salió en su búsqueda, viajó a Nueva York, París, Los Ángeles, San Francisco, Barcelona. Deseaba conocerla a fondo, saber todo acerca de ella, medir sus pausas y furores, interesada en develar sus cambios repentinos y penetrar en sus sueños inconclusos. Entusiasmada por sus desafueros, marchas y contramarchas, mutilada, siempre incompleta, suya sobre todas las cosas. Desafiante. Iconoclasta, hizo siempre lo que quiso sin esperar la aprobación de nadie. Consecuente. Bígama. Con su corazón partido en dos. Oscilando entre Nueva York y California. Presa de sus arrebatos. Temperamental. Sobrevivió a su época. Caló tan profundo que hoy ocupa un sitio reverencial en el pódium levantado por millares de mujeres que siguen su itinerario. Se convirtió en una de sus diosas sagradas. Así era Anaïs Nin.

Posar desnuda en la Habana (Alfaguara, 2011), escrito por la cubana Wendy Guerra sobre la famosa diarista Anaïs Nin, ¿Se trata en verdad de un diario apócrifo? Pocas veces he cometido el sacrilegio de recurrir a las definiciones contenidas en el Diccionario de la Real Academia Española. Me parece un recurso de mal gusto. Ni siquiera lo considero una pedantería. Se trata de la manera más tonta de generar convicción o persuadir a alguien. En esta ocasión me veo obligado a romper la regla. Me parece la forma más expedita de demostrar que las vueltas, idas y venidas de la cubana por el mundo, viene a ser elocuente testimonio que ante una obra subyugante, alta orfebrería para anunciar su canto, la novela le fue dictada por la propia Anaïs Nin para compensar el apego a su estilo y en homenaje a una prosa cargada de pedrerías y corales. Cargada de espumas, saturada de luces y amaneceres espléndidos. 

¿Cómo llamar apócrifa la novela de Wendy Guerra? Su sola existencia echa por tierra cualquiera de los significados del Diccionario de la Real Academia. apócrifo, fa adj. Falso, supuesto o fingido: autor apócrifo. 2. [Escrito] que no es de la época o del autor a que se atribuye: testamento apócrifo. 3. [Libro] que no está incluido en el canon de la Biblia, pese a estar atribuido a autor sagrado: Evangelios apócrifos.

Cuando contraste el libro de la cubana con distintos pasajes de los Diarios de Anaïs Nin, lo hice con la intención de comprobar regocijado si mis suposiciones eran falsas o verdaderas. Los textos calzaban a la perfección. Su audacia ha sido compensada. Sin un conocimiento a fondo de la vida y milagros de Anaïs jamás hubiese escrito una prosa jubilosa, la poesía brota como manantial, chorros de luces iluminan el cielo tormentoso de Anaïs en el viaje de reencuentro con la tierra de sus padres. Difieren no en su apego y goce por la vida, se distancian ante el amor desquiciado de Guerra por Cuba. El dolor y el reclamo deja sentir su llanto lastimero. En las pocas cuartillas del Diario de Anaïs dedicado a su estancia en Cuba, deja latir su cubanía, aunque jamás alcanza las cumbres y delirios que atan a Wendy con su patria. La exuda por sus poros.

Donde uno puede saciar curiosidades, encontrar pistas más seguras, entrar de lleno a la vastedad de su universo erótico, hermandad sanguínea, son las páginas lúbricas destilando suaves aromas, embestida del guerrero, caída y resurrección, prueba irredimible que en su corazón anidaba desde entonces pasión y lujuria, jugo espeso con sabor a frutas tropicales. Anaïs, golosa traga y canta la embestida de Julián, el primer y único amor que la desquicia hasta hacerla perderse en los pantanos de una fiebre distinta. Esa noche entregó su luna floreciente al sol radiante que le encabritaba. Un satélite necesitado de la luz del Caribe. Un amor desbocado rompe sus débiles membranas de virgen, provocándole calambres en sus piernas y una sed incurable que jamás pudo saciar. ¡Eterna hambre de sexo! Se asomó a los abismos, armó triángulos para amainar la tempestad pero no pudo. Ni June, ni Henry Miller colmaron su apetito. Siempre quiso más. Traspasar barreras, conocer otros cuerpos.

Wendy Guerra
Wendy salió a buscarla desesperada para finalmente encontrarla dentro de sí misma. Palidecen ante los mismos dolores, las aturden las mismas pesadillas. Se sienten libres, vuelan sin atenerse a nada, descreen los atroces presagios que agitan las pobretonas de espíritu. Consecuente con la persona que cobra vida en Posar desnuda en la Habana se aventuró hacer lo que no hizo Anaïs en su país. Wendy lo hizo en España. Libre de ataduras y ropas, se desnuda sonriente y complacida ante el foco incisivo de Daniel Mordzinsky. Bella tendida sobre la hierba. Coqueta ve de frente la cámara. Colma vacíos, permite a Wendy conjurar sus propios demonios. Anticipa a la futura lesbiana. ¿No será ella misma transfigurada y escondida bajo la personalidad de Flor con la que Anaïs tiene un breve romance, platónico o real, frente al puerto habanero? Siento en los desplantes de Wendy la misma desfachatez de Anaïs. Sigo creyendo que evoca sus propias andanzas.

Buscar a alguien implica escudriñar su alma. Pasar revista por los entresijos para que nada quede fuera de esa mirada. Solo así puede Wendy Guerra penetrar en la geografía transparente del cuerpo de Anaïs. Más dificultades supone saber si es cierta su historia de vida fascinante. Trazar el dibujo que permita ver delineado su rostro perfecto. Una empresa meticulosa, paciente. Los rastros desaparecen cuando decide cambiar el contenido de algunos de sus Diarios. ¿Las modificaciones eliminan la verdad contenida? Imposible. Muchas veces trató eludir el zarpazo. Evitó herir susceptibilidades. Las aclaraciones de Rupert Poole, su último amante y albacea literario, resultan pertinentes. El tiempo ha permitido reincorporar nombres de personas expulsadas porque estaban vivas. Una prueba de decencia. Una actitud proba obligó guardar sus nombres.

Al traerla de vuelta a Cuba, Wendy lo hace para que Anaïs recupere sus nexos con esta tierra caliente. Ata sus dulces tobillos a la isla de sus querencias. Entre más cerca la tiene más suya la sabe. La niña pobre casada por compromiso con Hugo Guiler jamás tuvo sosiego. Henry Miller le mostró la otra cara del sol y fue su redención. Nunca volvió a ser la misma. Probó todo tipo de amor y ninguno le satisfizo. Sabía que la clave de su felicidad radicaba en la combustión de amores diversos y enrevesados. Para despejar nubarrones Wendy desata nudos escabrosos. Contrario a las creencias de almas misericordiosas, cierra su plegaria dejando que sea Anaïs quien hable de sus amores imposibles. Se asoma a las páginas del Diario de Incesto (1932-1934). Sin titubeos o rendimientos, dueña de su vida, Anaïs Nin confiesa los amores prohibidos con José Joaquín Nin, su padre.

La novela de Wendy Guerra viene a ser un anticipo del cuadro poliédrico que enmarca la vida de la escritora cubano-danesa-francesa. Para realizar este retrato tuvo que pasar revista por los Diarios. Solo vistos en conjunto se aprecia en su intimidad las mil caras e infinitos caracteres que subyacen en la personalidad arrolladora de Anaïs Nin. Siendo una multiplicó sus ansias de amar. Dispensó cariño al mismo tiempo a varios hombres y mujeres. Estruja y se defiende con el filo de su inteligencia. ¿Un ser tormentoso? A mi juicio tuvo el coraje de experimentar en el campo afectivo, lo que los creadores -poetas, novelistas, pintores, sicólogos y siquiatras- proponían en sus obras, sobrepasando límites y rompiendo barreras en abierto desafío a sus pares. ¿Nadie llegó tan lejos ni tuvo el nivel de consecuencia con que Anaïs asumió estas propuestas? ¿Un Ángel descarriado?



*Fotografías tomadas de Internet.


domingo, 29 de septiembre de 2013

La invención del amor


Como cada quien es dueño de sus predilecciones, me animo adelantar que mi gusto por la lectura se ha acrecentado durante el último año. La ventaja es que ahora leo por placer como se debería leer siempre. Confieso que son raras las novelas que me han capturado y subyugado. ¿Será que llegó el momento de dedicarme a la relectura? Temo hacerlo. Me parece que si alguien no encuentra goce, deleite, nuevas propuestas en los noveles escritores, podría ser considerado no solo como pasado de moda, también que no logra enlazarse con las nuevas sensibilidades. Uno debe esmerarse por conectarse con los nuevos narradores. ¿No será más bien que mi sensibilidad se ha venido decantando de tal manera que ahora son muy pocas las obras y autores que logran cautivarme? Si nos atenemos al criterio de los grandes escritores tendríamos que estar releyendo constantemente. Una recomendación cuya virtuosidad he comprobado las veces que he tenido que releer a mis dioses tutelares.

Rayuela (1963) seguirá encandilando a los jóvenes más allá de todo límite espacial y temporal. Después de medio siglo de haber aparecido su lectura se acrecienta. La guerra del fin del mundo (1981) una apuesta para demostrar lo grande que era Mario Vargas Llosa, al tener que salirse de su entorno y fabular sobre el fanatismo religioso, un  cáncer persistente en todas las épocas. Cien años de soledad (1967) pesa tanto que la generación postboom sigue denostando contra ella, prueba que continúan leyéndola. Pedro Páramo (1955) y La muerte de Artemio Cruz (1962), prosiguen desafiando el tiempo y la imaginación. El viejo y el mar (1952), un dechado de escritura. Un puñado de obras y autores que he releído varias veces por puro placer. Igual hice con William Faulkner. Deseaba reencontrarme con las raíces y abrevar en las aguas diáfanas en las que se habían bañado infinitas veces la mayoría de los escritores latinoamericanos que me provocan dentera.

Entre las últimas obras que he leído, Los enamoramientos (2011) de Javier Marías, El tango de la guardia vieja (2012), y la más reciente, La invención del amor, (Premio Alfaguara de Novela 2013), para citar tres escritores laureados, compruebo que tienen la propensión de centrar parte sustancial de sus narrativas en el tema amoroso. Lejos de la tragedia que atormenta la vida de millares de españoles, pareciera que no logran conectarse con las vicisitudes históricas, el drama político, la corrupción y el desempleo que campean en su país. Ni siquiera de soslayo lo introducen. Se han instalado en la comodidad de contar las truculencias, enredos y traiciones que afligen a distintas parejas. ¿Sería demasiado riesgoso afirmar que han caído rendidos ante los apremios convencionales de la novela comercial? ¿A qué atribuir entonces esa inclinación? Al menos Pérez-Reverte traspasa fronteras y urde tramas más complejas.

La obra ganadora este año se debe a la autoría de José Ovejero, ganador de varios premios nacionales en España. La invención del amor es una novela simplista. Una llamada telefónica hecha a quien no se debía da pié a la historia. Contada en primera persona, teje una urdimbre fácil de desmadejar. Lineal para no tener que fatigar la marcha de la escritura. Esa resolución en el manejo del tiempo resta fuerza a su propuesta. No utiliza recursos narrativos que nos obliguen a seguir por callejones insospechados. Samuel recibe una llamada de Luis anunciándole la muerte de Clara. Inicia la farsa. Decide suplantar al verdadero Samuel quien hilvana ante Carina, hermana de la fallecida, una historia de vida que desconoce. Carina quería saber cómo era realmente su hermana. El acercamiento se traduce en la invención de una vida. En la invención del amor. Incluso el otro Samuel cuenta cómo era Clara.

Por mucho que quise apartar mi mirada de la forma que presentaba sus ficciones Corín Tellado no pude. En el despertar de mi adolescencia leí sus novelas con fruición enajenada. Una lectura compartida con millones de lectores de habla hispana. No temo decir que la leí como ocurre con Mario Vargas Llosa. Pese rendir homenaje a su portentosa creatividad el peruano expresa que nunca la leyó. El reconocimiento que hace a su legado ratifica la aceptación unánime que gozó. "... gracias a ella, cientos de miles, acaso millones de personas que jamás hubieran abierto un libro de otra manera, leyeron, fantasearon, se emocionaron y lloraron y por un rato o unas horas vivieron la experiencia maravillosa de la ficción... fue probablemente la última escribidora popular, en el sentido más cabal de la palabra, la que llevó una variante (fácil, elemental, sensiblera y truculenta, ya lo sé) de la literatura al vasto pueblo, ese que no entra jamás a las librerías y pasa como sobre ascuas por las secciones culturales de las revistas, y piensa que la literatura seria es larga y soporífera".

¿La auténtica y verdadera literatura estará desapareciendo? La actual se está deslizando por una pendiente peligrosa. El mercado no quiere complicaciones. Obras que muestren la mugre que consume a millones de personas. La cara odiosa de la guerra y las ganancias multimillonarias que obtienen los fabricantes de armas. Tres hombres y una mujer (1927) está llena de sensiblería. Hay diálogos que muestran la cursilería que incurren los amantes, retrata la posguerra. El desempleo y la desolación en Alemania, las heridas incurables de la guerra y las primeras persecuciones de los judíos. La invención del amor es intemporal. Pudo ocurrir en cualquier país en cualquier momento del presente. No antes ni después. Madame Bovary (1857) solo pudo ocurrir en Ruan. Exalta la seducción que provoca la lectura de los libros románticos. El drama continúa convocando a lectores de distintas épocas. Tampoco vengas con exageraciones me objetaran algunos.   

Signo de los tiempos que corren la mayoría de los novelistas actuales se acercan cada vez más peligrosamente al happy end. Están más próximas a Paulo Coelho. Tienden más aquietar que a subvertir. Los autores españoles gustan citar marcas de carros, perfumes, playas, ropas, joyas. Sin pretenderlo están espigando en un campo minado. Sobre ese terreno aró su obra, recogió los frutos y se transformó en una autora singular Corín Tellado. Son sus herederos lo quieran o no. ¿La habrán leído? Todavía tienen tiempo de hacerlo. Solo basta adentrarse en su territorio para comprobar que las afinidades son más grandes de lo que podíamos suponer. Ni épica ni tragedia. Puro divertimento. La invención del amor es una novela menor. Abrigo dudas. ¿Todas las obras enviadas a concursar este año trataban temas similares o más bien el jurado prefirió ser consecuente con los requerimientos que dictan los tratantes de comercio?  




domingo, 15 de septiembre de 2013

¿Cuál patria?


La celeridad con que muchos conceptos y categorías caducaron o están dejando de significar lo que un día representaban forman parte de los tiempos que corren. En la medida que la globalización avanza a pasos agigantados estos se derrumban. Su trascendencia oscurece el horizonte. Ante los asedios y golpes recibidos muchas almas se espantan. Presas de colonialismo mental no se detienen siquiera a examinar la validez absoluta con que son presentadas las nuevas propuestas para entender lo que ocurre en nuestro entorno. Cierran espacio a la duda. La época de cambios que vivimos pretender hacer tabla rasa del pasado. Nadie discute la realidad de estas transformaciones. Son a veces tan contundentes como para no percibir como desencajan la fisonomía y el entramado de nuestras sociedades.

Aflige la aceptación pusilánime sin mediaciones ni coladores. Damos como verdad irrefutable todo el andamiaje ideológico y cultural pacientemente construido para justificar la embestida. La reconfiguración del mundo plantea la necesidad de elaborar nuevos cuerpos teóricos. Especialmente en el campo de la comunicación. Se requieren otras explicaciones que den cuenta de los nuevos fenómenos, su verdadero alcance, la forma vertiginosa, persuasiva y envolvente con que tejen la urdimbre para justificar su redespliegue universal. Son los abanderados del presente. Toda visión retrospectiva e introspectiva resulta sospechosa. El nuevo modelo de sociedad -por los encadenamientos que genera- pareciera ser único. Las voces disidentes llamando a la cordura resultan pasadas de moda.

Nada habría ya que oponer al nuevo esquema civilizatorio. Sus artífices reclaman vía libre, ninguna interferencia para sus sueños mesiánicos. El avance científico y estupendos logros en la medicina, apenas constituyen el preludio de las transformaciones en marcha. La conquista del espacio, la cartografía minuciosa del genoma humano, los avances en las telecomunicaciones, la electrónica, la biología, la nanotecnología, la redefinición del Estado, el rebasamiento de las fronteras, la urgencia porque entendamos los encasillamientos que provoca el concepto de soberanía, ese corsé que hay que romper cuanto antes, para sentirnos más libres y liberados, son eslabones discursivos suficientemente convincentes como para dejar en sus manos la remodelación del porvenir.

Entre menos oposición exista de nuestra parte con mayor celeridad y menos traumático resultará la construcción del nuevo albergue social, económico, político, educativo y cultural en proceso de construcción. Las promesas de feria resultan cautivantes. Al dispositivo mediático, con su juego de luces y colores, corresponde persuadir acerca de las bondades irreversibles que se perfilan en el escenario. Las comunicaciones satelitales irradian la buena nueva. Lo que ha logrado y sigue logrando Hollywood no admite parangón. Sin objeciones ha resultado el mejor dispositivo para la diseminación de estas novedades. Su carácter estratégico resulta irrefutable. Con lenguaje lúdico y sensual resulta una prodigiosa máquina para promover ensoñaciones. Atrae y encanta. Seduce y hechiza.  

El primer asomo del quiebre conceptual dirigido a persuadirnos que nos encontrábamos en otro momento de la historia salió de los surtidores de Hollywood. Con esa propensión que tiene el cine de adelantarse varios pasos, Network (1976) anunció el ocaso del concepto de patria y el advenimiento de una era comandada por las grandes empresas transnacionales. Embrujado por el magnetismo y ascendiente conseguido ante los televidentes, el agorero de los tiempos que se avecinan (Peter Finch), sucumbe ante sus propias diatribas. Llamado al orden por los verdaderos amos de la televisión esa otra caja mágica, opta desesperado por suicidarse frente a las cámaras. El tiempo de la IBM y la EXXON  había llegado.

Alvin y Heidi Toffler
Después vendrían los Toffler a reforzar los anatemas creados para triturar y demoler cualquier vestigio o reminiscencia vinculada con el concepto de patria. Mi retorno a las aulas me ha permitido corroborar la efectividad de estas nuevas narrativas. La mañana del 4 de julio (2013), mientras manejaba rumbo a la universidad, un joven DJ ofrecía entradas al cine a cambio de responderle acertadamente qué acontecimiento se celebraba en esa fecha. De manera incontrastable el desfile de respuestas era certero. ¡Hoy se celebra el día de la independencia de Estados Unidos! ¡Bravo! Ahora dígame ¿qué se celebra el 14 de septiembre en Nicaragua? El silencio hirió la sensibilidad del conductor del programa radial. ¡Idiay! ¡No me diga que no sabe! De golpe me regresó al pasado.

En una ocasión durante una entrevista brindada a La Prensa me mofé de las explicaciones que mis profesoras de primaria daban sobre el significado y trascendencia del 14 y 15 de septiembre. Me enseñaron a recitar como una letanía insufrible la derrota de las huestes filibusteras comandadas por William Walker y la independencia de España sin ningún sentido crítico. Con el tiempo estas versiones me resultaban pobres y desabridas. No me detuve a reparar que sus enseñanzas por muy simplistas que fuesen, en sus pliegues vibraba un sentido nacionalista. Un auténtico sentido de nicaraguanidad. Un aleteo de patria. Severo Martínez Peláez se había encargado derribar los fetiches con que aderezaban sus explicaciones. La patria del criollo (1970), fue un descubrimiento luminoso, esclarecedor.  

Con el propósito de quitarme el sabor amargo que me había quedado en el paladar, pregunté a mi veintena de alumnos de Historia de la Comunicación (UCC), en qué año había sido descubierta Nicaragua. Nadie supo decirlo. Luego indagué qué efemérides celebrábamos el 14 de septiembre y el silencio fue total. ¿Qué ocurrió en 1821? Se quedaron viendo, hurgaron su memoria. Tampoco supieron responderme. ¿Las respuestas contundentes sobre sus deseos de marcharse del país si pudieran hacerlo indican que ningún lazo afectivo los une a esta tierra? ¿El desarraigo es mayor de lo que pensamos? ¿Se reconocen ciudadanos del mundo? ¿La entrega de la soberanía al empresario chino Wang Jing no es suficientemente ilustrativa? ¿Vivimos en Nicaragua la posthistoria?

Si algo caló mi conciencia en tiempos de globalización mientras recorría Miami, Washington y New York, vino a ser el culto que profesan por su historia. Nacional y local. Cada recodo, río, afluente, calle, barrio o ciudad, encierra un episodio que merece conocerse, contarse y tener en cuenta. Centenares de guías turísticos repiten incesantemente los mismos estribillos como una manera de recordar quiénes son, dónde están y hacia dónde van. Potomac, Washington Memorial, Newseum, Holocaust Museum, Hudson, Manhattan, Elis Island, Broadway, Empire State, Rockefeller Center, y World Trade Center, donde alzaban victoriosas sus cumbres las Torres Gemelas, símbolo irreductible de su pujanza financiera, está siendo reconstruido y convertido en centro de peregrinación. Su existencia sigue siendo artículo de fe.

Mientras tanto insisto, seguimos dimitiendo en un campo vital para nuestra existencia como país, con una historia propia y singular. Una historia que merece aprenderse y contarse de manera desprejuiciada. No como ha ocurrido hasta ahora. Partido político que llega al poder -incluyendo el actual- desconoce y rehace las realizaciones de sus antecesores. ¿Cómo pretender que los jóvenes tengan sentido de patria? Nicaragua está en venta desde los noventa del siglo pasado. La política de fronteras abiertas es un obsceno espectáculo auspiciado por los gobernantes. Granada, la ciudad colonial, un enclave turístico extranjero, el sueño del canal interoceánico, una pesadilla, las tierras de Matagalpa y Chontales, dejaron de ser nuestras. ¡Estamos desarmados frente a la embestida foránea! ¿Soy iluso? ¿Un demodé?         





    

               

martes, 13 de agosto de 2013

Chontales en agosto


A Rafael Martínez Rayo


Ajustan sus vidas, horario y vacaciones para estar presentes en las fiestas patronales en honor a la virgen de la Asunción. Saben que en agosto podrán coincidir con sus primos, tíos, hermanos y parientes. Tienen años o meses de no verse y piensan que este el mejor momento. Pocos se ponen de acuerdo, todos dan por un hecho que en agosto podrán verse sin temor a equivocarse. La tradición impone pautas de conducta. El ciclo de vida de la mayoría de migrantes chontaleños gira en torno al mes de agosto. Saldrán de donde estén con la seguridad que se encontrarán en palco o la barrera. Los más precavidos tratarán de cerciorarse el día que su hermana -ella vive en Los Ángeles- llegará a Juigalpa. El viajará desde Miami y quiere verla después de cinco años que ambos partieron en busca de trabajo. El desencuentro ha sido prolongado. El cordón que los liga con su tierra sigue intacto. Se niegan a ceder al desarraigo.

Durante todo el año pasaron ahorrando. Jamás tuvieron un pedazo de tierra, ni fueron dueños de vacas y caballos, pero las fiestas agostinas se colaron hasta lo más íntimo de sus sentimientos. Envolvieron su piel y tocaron su corazón. Una pasión desbocada agita sus vidas. Los absorbe y embriaga. La génesis de su identidad tiene su origen en la tradición ganadera de Chontales. Sus padres bajaban al pueblo con devoción cristiana a rendir culto a la virgen. El rito se repetía cada año durante las celebraciones de las fiestas agostinas. En la medida que crecían eran traídos de la mano para estar presentes en las celebraciones religiosas. El culto a la virgen se complementaba con las jugaderas de toros. El uno sin la otra era impensable. La adoración religiosa nació teñida de paganismo. Cuando pretendieron disociarlas la iglesia católica salió perdiendo. Tuvo que dar marcha atrás y reconciliarse con los celebrantes de las fiestas.

Los chinamos, los juegos de azar, el toro rabón, las ruletas, los caballitos y chocoyitos de la suerte, formaban parte integral de las festividades. Invadían calles, corredores y el Parque Central. Chontales asentó su prestigio sobre la producción ganadera. En ningún otro departamento las fiestas patronales alcanzan tanta resonancia. Desde la colonia los toros chontaleños son tenidos como los más bravíos. Toros huidores criados en la vastedad de los feudos. Sin contacto humano, la única relación con los campistos se producía durante las fierras de ganado. Los campesinos criaban sus bestias para lucirlas en los rodeos y sentir regocijo durante las fiestas agostinas. Caballos forjados sin prisa. Obedientes al bozal. Bestia y hombre uno solo. Gozosos los lucían en la barrera. Tenían la certeza que causarían admiración. Lazado el toro se apeaban del caballo y dejaban solo -echado hacia atrás-  sosteniendo al animal. Caballos chapiollos entrenados para cumplir faenas caprichosas.

En la historia de la ganadería chontaleña los toros juzgados como los mejores se debía a que no consentían sobre sus lomos a los montadores más diestros y curtidos. Alberto Rondón, Ramón Mongrío y la familia Gómez competían sin saberlo o tal vez era todo lo contrario. El prestigio acuñado por los astados alcanzaba a sus dueños. La fama se traducía en orgullo. Mientras no desbarrancaran a los montadores, estábamos sabidos que el año siguiente vendrían a tratar de renovar su fama. Las disputas entre los chontaleños se debían a la valoración que cada quien hacía señalando los toros que debían conservarse y reproducirse. El cotejo riguroso daba pie a mitos y leyendas. El Trampolín, El Viajero y El Cumbo Negro, son nombres sagrados. Su respetabilidad alcanza hasta el presente. Traer los toros más cerriles una apuesta permanente. El Calereño y El Supongamos vendrían a sumar sus nombres a esta colección de toros sin igual. Su bravura y fortaleza perdura en la memoria de los chontaleños.

La introducción de nuevos giros ha tenido efectos negativos. Sigo creyendo que la supresión del bramadero ha sido adversa. Igual que la mecanización de las fincas. Los buenos lazadores han venido desapareciendo. Son una especie en proceso de extinción. Daba gusto ver como dejaban ir la soga. No erraban tiro. Los campistas venían a mostrar arrojo. Soñaban en catapultar su popularidad, para que sus nombres fuesen pronunciados con respeto. Salían de las fincas con la misma exactitud matemática con que lazaban los toros. La manga permite montar un mayor número de toros. Como contrapartida impide apreciar la gallardía de los campistos y la grandeza de sus cabalgaduras. Opacó la maestría con que conducían los toros al bramadero. Sus ejecuciones perfectas, armoniosas, embelesaban. Mostraban audacia y sabiduría. Sería un error si diese nombres. Son tantos que cualquier omisión sería para mí un acto de deslealtad.

Se siente y respira la falta de toreros. Nos encontramos huérfanos. En el peor de los desamparos. Se fue el tiempo que los toros arremetían y se iban al vacío. Lanzo una mirada hacia atrás para ratificar que el arte de Catarrán a todos eclipsaba. Su nombre perdurará para siempre y lo que los padres digan a sus hijos e hijas sobre su esplendor se ajusta plenamente a la verdad. Catarrán sigue siendo el más grande de todos. Cuando evoco su figura la nostalgia me invade. Todavía lo veo con su camisa blanca suelta al viento, con su pecho descubierto, su enorme sombrero y su curtido de cuero, desafiando toros a los que nadie deseaba enfrentarse. En la soledad de la plaza su porte alcanzaba dimensiones insospechadas. Temerario salía al encuentro del astado. Mientras los demás se batían en retirada se relamía del gusto por desafiar al animal. Salía en búsqueda del toro. Le increpaba poniéndole el curtido frente a sus ojos.

Catarrán no tiene parangón. Se inmortalizó en una época que los toreros competían por dejar sentada su estirpe. Su nombre se acrecienta e inunda todos los espacios. Durante décadas llegó puntual a la barrera a refrendar su grandeza. Luego de tirarse los nepentes de rigor se introducía discreto en la plaza. ¡Cómo pasar desapercibido si todos expectantes esperábamos que diese por iniciado el recital! Con estilo peculiar -pegado a las varas- desafiaba al toro donde parecía imposible evitar la embestida. Todavía escucho gritos lastimeros. ¡Lo va a matar! ¡Lo va a matar! Salía airoso. Simplificaba las arremetidas. ¡Jamás se corrió o dio la espalda a los toros! ¡Nunca fanfarroneó! Pocas veces rodó por el suelo. Cuando esto ocurría se levantaba para continuar dictando cátedra como el torero más aventajado. ¡Qué manera más valiente y osada de ganarse nuestro cariño! Las corridas de toros forman parte del tejido social y cultural de los chontaleños.   

Durante estos días hombres surgidos de la entraña del pueblo adquieren prestancia, sienten iluminar sus días con sus noches. Entre más atrevidos se muestren mayores los reconocimientos. Catarrán brilló con luz propia desde sus inicios. Alcanzó a situarse al mismo nivel de los chontaleños más ilustres. Tiene la misma estatura de Josefa Toledo de Aguerri. Para mi padre los dos constituyen las bases de la chontaleñidad. Un hombre del campo y una mujer citadina comparten galería entre los chontaleños más connotados. El analfabeto y la letrada. El torero y la educadora. El arreador de vacas y la forjadora de juventudes. El campesino diestro con su curtido condecorado con la medalla del Clan Intelectual de Chontales y la profesora versátil con amplitud de miras nombrada Mujer de las Américas. Ambos señalándonos el camino hunden sus pies en el barro chontaleño. Son nuestras raíces más profundas. Su simiente alimenta nuestros sueños.

Las nuevas generaciones tienen la dicha de apreciar a uno de los mejores montadores de todos los tiempos. ¡Un montador como pocos! El Diablito de Muhan vino a ratificar la tradición más hermosa y aglutinadora de los chontaleños. Con gallardía y elegancia prestigia Chontales por toda Nicaragua. Junto a Catarrán simboliza lo más puro de la tradición chontaleña. Son sus referentes más célebres. Los chontaleños que vendrán este año a la Plaza Vicente Hurtado -Catarrán- en Pueblo Nuevo, provenientes de Estados Unidos, España, Costa Rica, Guatemala y El Salvador -pretextando que vienen a ver a sus familias- podrán decir mañana ¡Yo lo vi! Encumbrarán el mito. Darán fe de haber visto a un joven de 135 libras de peso, montar toros de 800 kilos. Eso solo saben hacerlo los mejores montadores del mundo. ¡Dirán que es más alto de lo que es! Expresaran a sus amigos y familiares que seguirán ajustando su calendario para estar presentes en Chontales en el mes de agosto. ¡Estén donde estén mantendrán viva la tradición!   



*Fotografías tomadas de la Página en Facebook "Las fiestas agostinas en Juigalpa 2013

     


   

jueves, 25 de julio de 2013

Mordido por la nostalgia


La escritura es una manera única
de iluminar la conexión
entre el pasado y el presente.
                                      Una misma noche-Leopoldo Brizuela

Guillermo Rothschuh y Edgard Aguilar (2013) 

Este año cumplimos cuarenta y cinco de habernos graduados como bachilleres y a Edgard se le ocurrió que debíamos reunirnos para evocar el pasado. No fue sino hasta el sábado 20 de abril que la idea cogió fuerza. Edelmira, Edgard y yo, nos citamos en casa de Dijana. Desde ese momento me mordió la nostalgia. En el Hotel Mayales, propiedad de nuestra anfitriona, transcurrieron mis primeros seis años de vida. Me fui temprano al encuentro con el propósito de pasar revista al vecindario. Con excepción de las casas de mi tío Luis Castrillo, don Fernando y doña Elba Montiel, el resto dejaron de ser lo que un día fueron. La casa de doña Panchita Arosteguí y don Fabián Rizo fue parcialmente modificada. La cuartería de doña Lupe Suárez desapareció, igual la casa de Humbelina, ambas fueron sustituidas por construcciones de cemento.

La casa donde vivieron los Meza no existe, en su lugar levantaron una edificación moderna y hacia la esquina sur, fue construida otra casa, que sirve de albergue a la Universidad Católica del Norte (UCAN), una de las tantas centros de estudios que han proliferado por todo el país. En la esquina opuesta la casa fue borrada por el tiempo y donde vivió doña Otilia y don Pancho Gutiérrez, ocurrió un fenómeno parecido. No alcanzaba asimilar las transformaciones, de pronto a mitad de la cuadra apareció la Tita, rumbo quien sabe hacia dónde. Empezaba a decirme que me había chineado, era la misma de siempre, risueña y suelta en el hablar, cuando se acercó a nosotros una de las Meza, me recordó que habíamos sido vecinos. Sin pretenderlo fue una estocada al corazón. Me vi de nuevo jugando en la calle.

En la parte norte de la cuartería de doña Lupe vivía El Chontaleño, el zapatero remendón se dejaba crecer el cabello como poeta. Siempre me causó repulsión que se dejara crecer las uñas como estilan llevarlas las mujeres. Doña Chila, su madre, era la encargada de poner orden en su pequeño taller. Con el tiempo doña Chila se haría cargo de la limpieza del Cine Juigalpa. Evoqué la figura de Higuey, El Bobo, diminuto, ojos verdes y su antítesis, Panchito de la Rana, como llamábamos al hijo de don Pancho. En el extremo sur vivía don Obdulio Castilla. Los burros de mi tío Luis formaron parte del paisaje de mi niñez. Cada vez que lo evoco me siento sostenido en sus brazos metiendo mis manos en los depósitos de madera donde maduraba los manzanos. Era fachento como nadie. Tenía un enorme macho negro que era su orgullo.

La Humbelina fue una mujer de temple, admirable, echaba tortillas mañana, tarde y noche. El Monito, su hermano, trabajaba en el Cine Juigalpa. William, su hijo, es un profesional exitoso. Con quienes forjé una gran amistad fue con Alcides y Barney Montiel, pese a que eran mucho mayores que yo. Rijoso por montar a caballo, me mantenía expectante. Los hermanos Montiel tenían que ir a dejar las mulas y caballos cada vez que don Fernando llegaba de su finca. Los desensillaban y poco a poco iban retirándoles los peleros para que no se enfriaran. Al atardecer salíamos en fila india, íbamos a dejarlos al potrero que tenían junto a la Loma de Tamanes. Sentía un placer inmenso encajarme sobre sus jamelgos. Los hermanos Montiel fueron los que me enseñaron a jugar trompos y el juego más violento de esa época: el crucificado.

Plaza de Toros Vicente Hurtado Morales - Catarrán, Juigalpa.
En verdad no sé si el crucificado era más violento que tirar semillas de jiñocuabo en  carrizos de papaya. La dotación se metía en las bolsas de la camisa y pantalones o en salveques de tela. Una vez mis padres encontraron Alcides encaramado en el palo de papaya, junto a la cocina, cortando los carrizos que servían de lanzaderas y se sintió apenado. Mis primeros barriletes los elevé viviendo donde era el Instituto Nacional de Chontales. Tardes alegres y divertidas. El bullicio salpicaba el ambiente. También aprendí a jugar chibolas de vidrio. Valían un real y se compraban donde doña Toña Rivera. Nuestro pequeño entorno bastaba para ser felices. Una vez Norman Villanueva, mi primo, en un pleito con Barney le dejó ir una patada y le lastimó los güevos, salió disparado para evitar el contra-ataque.


Luzana y Guillermo Rothschuh Villanueva, 2013
La primera vez que vi desfilar los toros rumbo a la barrera en un agosto que se quedó en mi vida, estaba sostenido en los hombros de mi padre. A través de las rejas de la ventana de la puerta esquinera del instituto, los toros marchaban apretujados, pechados por los caballos, sus cabezas se alzaban victoriosas. Toros de la hacienda Hato Grande, San Ramón y San José. Los campistas encabezaban el desfile montando briosos corceles, hechos para el rodeo y las fierras de ganado huidores. Concho y Margarito Villagra ya eran leyenda. La barrera quedaba a escasos ciento cincuenta metros de mi casa. Mi padre tuvo el cuidado de repartir por igual el cariño entre sus cuatro hijos. Aunque creo que quienes más lo disfrutaron fueron Luzana y Vladimir. La una por ser su única hija mujer y el otro por ser el cumiche.

En ese microcosmos tuve la dicha de ser apapachado por Consuelo Guerra Blandino. Todavía recuerdo sus besos y abrazos, las veces que me subió al altillo. También fue la primera que me hizo rodar por el piso sin mayores consecuencias. En la propia esquina quedaba la venta de su padre, don Toño Guerra Cole, sentado en el quicio de la ventana probé las chibolas. La Pepsi y la Coca Cola no había doblegado a las chibolerías nacionales. Paladee la Iromber y la San José, con una delectación muy parecida a la forma que saboreaba las paletas hechas por don Galicho y doña Clotilde. Don Toño era uno de los compradores más fuertes de queso y mantequilla. Todos los jueves las mulas y caballos eran parqueados en la acera de entrada al patio. Me encajaba en la parte más alta y con un palo les jincaba el culo.

Las chibolas eran heladas en un carretón, no había frízer ni refrigeradora. Compraban hielo y las metían a helar. Apenas costaban tres reales. Esquina opuesta la casa de doña Panchita. Me acuerdo que Edgard Medina y Estelita venían de vacaciones a ver a su abuelita. Eran hijos de Estela Rizo y el teniente Max Medina, piloto de la guardia nacional. Don Fabián siempre vistió de blanco inmaculado. Nunca me interesé en saber qué hacía. Para mí todo un personaje de novela. Por las tardes se sentaba en una mecedora en la acera esquinera. Apacible, con una calma de monje, nunca sentí la curiosidad de indagar para que servía un aparato que tenía en uno de sus cuartos. Lo supe años después cuando pregunté a mi  madre cuál era su oficio: laboratorista, respondió. ¿Entonces no era doctor?


A la hora señalada llegué puntual donde Dijana. Eran las nueve de la mañana. Edgard y Edelmira se aparecieron después. Mientras tanto seguía atrapado por la nostalgia. Mi sorpresa mayor fue cuando traspase el garaje y aterricé en el corredor. Doña Ninfa Cruz había remodelado por completo la casa. La reconstruyó totalmente en la parte sur. Dijana siguió transformándola. El patio había desaparecido. El palo de limón y el baño de madera ya no existen. Donde funcionaba quinto año, construyó la cocina y enfrente su hermoso taller de pastelería. Comencé a dibujar en mi mente toda la estancia. La esquina albergaba la dirección y hacia el oeste, el cuarto donde vivimos apretujados durante varios años. La agitación en el pecho en vez de disminuir se acrecentó. ¡No era para menos! 

*Fotografías Album Personal