Me
pasó por tonto, lo cierto es que cuando uno lee una novela, sobre todo una
novela como Cien años de soledad,
resulta pueril trenzarse con alguien tratando de convencerle cómo debe imaginar
sus personajes. La discusión surgió por el elogio que dispensé a doña Yamina,
la única mujer valiosa en una familia que llevo dos años de conocer. La esposa
ideal, flaca y rocallosa, como la
definiría el poeta Carlos Martínez Rivas. Una mujer espléndida a quien comparé
con Úrsula Iguarán, mientras platicaba con Nelly. Compartíamos sus dotes de
matrona extraordinaria. Sostén de su marido, hacendosa, eje de gravitación de
su familia, cuya edad resulta imposible descifrar.
¿Su
vejez se percibe prematura debido a que ha tenido que echarse encima el trabajo
de su marido y laborar de sol a sol? Sus hijos no son buenos para nada, tanto
que pareciese que no fuesen suyos. Su talante y la firmeza de sus pasos no
compaginan para nada con la edad incierta que brota de sus huesos. Menuda, pura
fibra, servicial, incansable, los años no hacen mella en su carácter y en la
forma que multiplica los panes. Una mujer sobre cuyos hombros recae el peso de
su hogar. Eso imaginé cuando afirmé convencido que ella era para mí el retrato
perfecto de Úrsula Iguarán. Conciliaba la descripción de García Márquez con su
figura.
No
había terminado de hablar cuando Nelly me refutó, diciéndome que no le parecía
que fuese el retrato perfecto de la fundadora del reino de Macondo. Yo la
imaginó más alta, replicó convencida. Pues para mí su figura calza con la forma
que García Márquez la pinta de cuerpo entero. ¿Por qué pretendes imponerme tu criterio? No la imagino así y con eso
basta, remató convencida. Sentí su argumento como un piquete de culebra. Corté
la llamada telefónica. No había avanzado diez pasos cuando rectifiqué mi
juicio. No el de doña Yamina, sino haber pretendido convencer a Nelly que
estaba equivocada.
No
hay mayor liberalidad que la que ofrece la lectura de novelas. Cada uno de
nosotros puede imaginar como mejor plazca, el blanco que tiñe de canas, el
verde encendido de sus ojos, la altura de sus huesos, la redondez de sus pezones
y la manera condescendiente con que actúa frente a las expresiones disparatadas
de su familia. Una liberalidad que sobrepasa la manera como las concibe el
escritor, por mucho que insista en delinear sus contornos, definir sus
pestañas, la altivez de su rostro y el estruendo contagioso de su risa. Una vez
que percibimos su aroma, será distinto para todos. ¡Lo demás es retórica!
Aun
cuando haga burla de su físico, como hace Mario Vargas Llosa, con las actrices
y actores radiales que pueblan el mundo de La
tía Julia y el escribidor. Instalado en su butaca de director de orquesta,
el narrador omnisciente, se da el lujo de meterse con sus engendros y develar
su anatomía, el grueso de su voz, la seducción que emanan sus palabras, el
porte varonil y la elegancia con que caminan por el mundo. No contento, una vez
atrapados por su capacidad de convencimiento, hace un recuento de sus
fisonomías, para que nos demos cuenta de la disonancia imperceptible entre las
modulaciones de sus voces y su fealdad física. La radio induce a imaginar. La galanura
de sus voces y la melodía de sus entonaciones las traducimos en una belleza
realmente inexistente.
El
hechizo de la radio deviene porque invita a imaginar todo cuanto dice. Las
descripciones de los narradores siempre terminamos completándolas. Creamos un
mundo propio. Cada radioescucha comienza hacerse un retrato, un perfil y a
sumergirse en su propia atmósfera. Un fenómeno similar acontece con la lectura
de novelas. Las mediaciones se originan por la forma que hemos pulido nuestra
sensibilidad. Nuestra educación y prácticas culturales en las que vivimos
inmersos, se convierten en sensores extraordinarios. Mi error fue pretender que
Nelly aceptara mi retrato de Úrsula Iguarán, cuando ella ya tenía el suyo.
En
las novelas yo imagino y tú imaginas, al final es posible que la idea que nos
hacemos de un personaje coincida. Nadie discute la figura que nos presenta el
cine de Don Quijote de la Mancha. Flaco,
desgarbado, con una imaginación delirante, afiebrada, lanza en ristre deshace
entuertos y se enamora perdidamente de Dulcinea, trastornado por la lectura de
los libros de caballería. Esto solo indica la fuerza persuasiva del escritor.
Nos envuelve en su mundo, en el cine concluimos aceptando la manera que
presenta a sus divas y divos. El lado débil de la cinematografía es dar todo
frito. La trama puede ser compleja, muy enrevesada, pero no deja que nuestra
imaginación delinee cada personaje a nuestro antojo.
Yo
jamás pude hacerme una imagen distinta de Alejandro Mayta. Vargas Llosa se pasó
toda la novela haciéndome creer que Mayta era homosexual. Gay, como los llaman
los locos de hoy, satisface sus caprichos revolcándose con hombres en la cama.
No cuestiono su decisión, cada quien es dueño de su cuerpo y hace con él lo que
estime conveniente. Me refiero a la forma casi subrepticia que coló en mi
imaginación. El logro del peruano radica en su capacidad sugestiva. En la
fuerza de sus metáforas. Una vez seducido por la magia deslumbrante de su
imaginación, no puedo concebir a Mayta de otra manera, por mucho que haya
insistido Vargas Llosa al final de su novela, que nunca ha sido marica. ¡Qué
manera de jugar con nosotros!
Nelly
nunca objetó la delgadez de doña Yamina, rechazó su altura. Esa diferencia
enuncia que no hay dos lectores iguales. No me atreví a replicarle que la
imagen perfecta del Coronel Aureliano Buendía, ya me la había formado desde que
leí Cien años de soledad hace muchas
lunas. Siendo apenas imberbe, después de concluida su lectura, una vez fijada
en mi imaginación el carácter, el temple, el aire distraído y melancólico del Coronel
Aureliano Buendía, me fui directamente al álbum de fotografías de mis padres y
solo fue para cerciorarme que en verdad mi tío Ramón Tablada Mora, era la
persona que había inspirado a García Márquez. ¿Qué estoy equivocado? ¡Cómo voy
a estarlo si cada uno de nosotros puedo imaginarlo como quiere! ¡Por favor no armemos
otra discusión!
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