A Julio Valle
Castillo, quien leyó el cuento
En
algún momento de mi vida escribí dos cuentos, ambos sobre mujeres. En uno
defendía a una madre excluida de participar en una fiesta de fin de año. Su
hijo se había bachillerado en el único colegio privado de mi pueblo y la fiesta
sería en el Club Social donde celebraban entonces la culminación de estudios de
secundaria. La directiva acostumbraba pedir le enviaran la lista de
bachilleres. Como toda organización excluyente, se reservaban el derecho de
admisión. Cuando se enteraron que entre los jóvenes que asistirían al baile iría
el hijo de la dueña de uno de los burdeles más famosos en la comarca ganadera,
vetaron su ingreso. El conflicto motivó mis inquietudes de novel escritor.
Tenía frente a mí una carnada suculenta y la iba a masticar así me atragantara.
Alimentado
por mis primeras lecturas, decidí convertir en cuento esto que hoy les cuento.
Al conocerse la decisión de los directivos del club la discusión sacudió la
modorra. Como ocurre en estos casos los afectos se partieron. Surgieron dos
bandos. Los que defendían la determinación de los capirotes y quienes alegaron
que iba contra su condición de madre y no debían negárseles el ingreso al
local. Al final prevaleció la determinación de los directivos del club. Los
alegatos a favor de la madre no encontraron eco entre los puristas. No podían
aceptar la ofensa que significaba que la dueña del bulín ingresara a los
salones del club, bastión de una alcurnia venida a menos. Imaginé entonces la
vergüenza que debieron pasar madre e hijo. La moral pueblerina se salió con la
suya.
Una
de las delicias de mi niñez, fue crecer en un pueblo donde las distancias
sociales jamás alcanzaron a mi generación. Nuestros padres tuvieron el cuidado
de enviarnos a las escuelas públicas. A
la salida de clases coincidíamos en el Parque Central. Armábamos perreras con
los lustradores, muy pocos de ellos compañeros de pupitre. Nadie indagaba el
palo genealógico para conocer las ramas donde estábamos colgados como monos,
según la costumbre de algunas familias encumbradas. Crecimos libres de atavismos
sociales y culturales. Ninguno se creía más. Nadie se sabía menos. En ese
remanso bucólico todos éramos iguales, miembros de una tribu que gustaba armar
despelotes. Nuestro único temor era ser presa de los policías escolares. La
contracara del club, la
Biblioteca Infantil. Todos podíamos entrar.
Uno
se percataba fácilmente que algo anómalo estaba ocurriendo al cerrarles el paso
a una madre y su hijo, en un armatoste de cemento ubicado en las fronteras de
nuestro parque de diversiones. Si todos formábamos parte de aquella parroquia,
resultaba difícil entender la proscripción impuesta a una familia. ¿Qué tenía
que ver el joven recién bachillerado con los negocios de su madre? ¿En dónde
radicaba su delito, su grandísimo delito? La experiencia sirvió para darnos
cuenta que pese a coincidir en el mismo espacio, la existencia del club expresaba
que no todos éramos iguales. Empezaba a tomar conciencia de las diferencias
existentes entre lo público y lo privado. El parque era de todos y el club de
una minoría que no solo se sabía distinta, también lo practicaba.
Mientras
en nuestra casa nos catequizaban hablándonos de igualdad, comprobaba que entre
los seres humanos existían barreras infranqueables. Comprendí que las lecciones
recibidas durante los Cursos de Verano inaugurados por el Rector Magnífico,
Mariano Fiallos Gil, en Juigalpa, donde asistí por primera y única vez a una
clase formal dictada por mi padre, eran una realidad ineludible. Le escuché
hablar de monopolios, oligopolios, clases sociales, desigualdades económicas,
latifundios, minifundios y discriminación social y racial. Apenas tenía 12 años
y aquellas enseñanzas explosionaron en mi cara cinco años después. El
razonamiento inapelable fue que esculcando hacia el interior de nuestras
familias, nos daríamos cuenta que había un loco, un cirquero y una puta.
En
esa época había leído parte de la narrativa social latinoamericana y resultaba
imposible eludir su influencia. La Vorágine y Huasipungo habían calado mis huesos. La muerte de Artemio Cruz, Rayuela, La ciudad y los Perros y Cien
años de Soledad vendrían después. Ya había degustado a los nicaragüenses
Emilio Quintana y Adolfo Calero Orozco y al costarricense Carlos Luis Fallas.
Mi herejía fue leer a Shakespeare en tercero y desde entonces no he podido
soltarlo. El escándalo penetró en nuestro hogar. Inclinamos la balanza a favor
de los apestados. No contento decidí escribir un cuento recreando el incidente.
Los dislates alimentan la imaginación. Me encargue de añadir otros aspectos que
dieran cuenta de la magnitud de la afrenta. ¿En qué se diferencia una madre
propietaria de un prostíbulo de una madre dueña de un hotel?
Este
mismo argumento utilicé para convencer a Tomás Borge. Una de las consignas en
los ochenta sostenía, “Bendito el vientre
que pare un hijo sandinista”. En una guerra civil quienes más sufren son
las madres al ver morir a sus hijos. Sufre igual la madre sandinista que la
madre de un contra, le dije. Tomás pronunció en León un discurso donde exaltó a
las madres sin referencias banderizas. Dejó atrás por un momento el fatídico
maniqueísmo que tantos estragos continúa haciendo entre los nicaragüenses. Los
políticos, según donde estén, consideran que ellos son los buenos y los otros
los malos. Todavía hay pendejos que creen estos disparates. Tito Monterroso en La Oveja negra y otras fábulas se mofa de esta visión
simplista. Léanla para no continuar siendo presa de los demagogos.
No
me costó escribir El putómetro. Su
trama es sencilla. Los socios del club, para no enfrentar situaciones parecidas,
decidieron en Asamblea General, solicitar a una firma norteamericana, les
vendiese su último invento. Con el putómetro se acabarían las dudas para
siempre. Su virtuosismo consistía en que era capaz de medir el grado de
virginidad. No escatimaron dinero en su compra. Lo solicitaron a General
Electric, firma pionera en electrónica. Fue la novedad del año. No deseaban correr
ningún riesgo en la escogencia de la futura novia del club. Estaban a las
puertas de las elecciones. Como tenían previsto, llegó a tiempo. La resolución
dictada era que todas las aspirantes tenían que someterse a la prueba. Las
consecuencias fueron fatales. Ese año no se presentó ninguna candidata.
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