sábado, 21 de enero de 2012

El cuento del cuento





A Julio Valle Castillo, quien leyó el cuento

En algún momento de mi vida escribí dos cuentos, ambos sobre mujeres. En uno defendía a una madre excluida de participar en una fiesta de fin de año. Su hijo se había bachillerado en el único colegio privado de mi pueblo y la fiesta sería en el Club Social donde celebraban entonces la culminación de estudios de secundaria. La directiva acostumbraba pedir le enviaran la lista de bachilleres. Como toda organización excluyente, se reservaban el derecho de admisión. Cuando se enteraron que entre los jóvenes que asistirían al baile iría el hijo de la dueña de uno de los burdeles más famosos en la comarca ganadera, vetaron su ingreso. El conflicto motivó mis inquietudes de novel escritor. Tenía frente a mí una carnada suculenta y la iba a masticar así me atragantara.

Alimentado por mis primeras lecturas, decidí convertir en cuento esto que hoy les cuento. Al conocerse la decisión de los directivos del club la discusión sacudió la modorra. Como ocurre en estos casos los afectos se partieron. Surgieron dos bandos. Los que defendían la determinación de los capirotes y quienes alegaron que iba contra su condición de madre y no debían negárseles el ingreso al local. Al final prevaleció la determinación de los directivos del club. Los alegatos a favor de la madre no encontraron eco entre los puristas. No podían aceptar la ofensa que significaba que la dueña del bulín ingresara a los salones del club, bastión de una alcurnia venida a menos. Imaginé entonces la vergüenza que debieron pasar madre e hijo. La moral pueblerina se salió con la suya. 

Una de las delicias de mi niñez, fue crecer en un pueblo donde las distancias sociales jamás alcanzaron a mi generación. Nuestros padres tuvieron el cuidado de enviarnos a  las escuelas públicas. A la salida de clases coincidíamos en el Parque Central. Armábamos perreras con los lustradores, muy pocos de ellos compañeros de pupitre. Nadie indagaba el palo genealógico para conocer las ramas donde estábamos colgados como monos, según la costumbre de algunas familias encumbradas. Crecimos libres de atavismos sociales y culturales. Ninguno se creía más. Nadie se sabía menos. En ese remanso bucólico todos éramos iguales, miembros de una tribu que gustaba armar despelotes. Nuestro único temor era ser presa de los policías escolares. La contracara del club, la Biblioteca Infantil. Todos podíamos entrar.

Uno se percataba fácilmente que algo anómalo estaba ocurriendo al cerrarles el paso a una madre y su hijo, en un armatoste de cemento ubicado en las fronteras de nuestro parque de diversiones. Si todos formábamos parte de aquella parroquia, resultaba difícil entender la proscripción impuesta a una familia. ¿Qué tenía que ver el joven recién bachillerado con los negocios de su madre? ¿En dónde radicaba su delito, su grandísimo delito? La experiencia sirvió para darnos cuenta que pese a coincidir en el mismo espacio, la existencia del club expresaba que no todos éramos iguales. Empezaba a tomar conciencia de las diferencias existentes entre lo público y lo privado. El parque era de todos y el club de una minoría que no solo se sabía distinta, también lo practicaba.

Mientras en nuestra casa nos catequizaban hablándonos de igualdad, comprobaba que entre los seres humanos existían barreras infranqueables. Comprendí que las lecciones recibidas durante los Cursos de Verano inaugurados por el Rector Magnífico, Mariano Fiallos Gil, en Juigalpa, donde asistí por primera y única vez a una clase formal dictada por mi padre, eran una realidad ineludible. Le escuché hablar de monopolios, oligopolios, clases sociales, desigualdades económicas, latifundios, minifundios y discriminación social y racial. Apenas tenía 12 años y aquellas enseñanzas explosionaron en mi cara cinco años después. El razonamiento inapelable fue que esculcando hacia el interior de nuestras familias, nos daríamos cuenta que había un loco, un cirquero y una puta.  

En esa época había leído parte de la narrativa social latinoamericana y resultaba imposible eludir su influencia. La Vorágine y Huasipungo habían calado mis huesos. La muerte de Artemio Cruz, Rayuela, La ciudad y los Perros y Cien años de Soledad vendrían después. Ya había degustado a los nicaragüenses Emilio Quintana y Adolfo Calero Orozco y al costarricense Carlos Luis Fallas. Mi herejía fue leer a Shakespeare en tercero y desde entonces no he podido soltarlo. El escándalo penetró en nuestro hogar. Inclinamos la balanza a favor de los apestados. No contento decidí escribir un cuento recreando el incidente. Los dislates alimentan la imaginación. Me encargue de añadir otros aspectos que dieran cuenta de la magnitud de la afrenta. ¿En qué se diferencia una madre propietaria de un prostíbulo de una madre dueña de un hotel?

Este mismo argumento utilicé para convencer a Tomás Borge. Una de las consignas en los ochenta sostenía, “Bendito el vientre que pare un hijo sandinista”. En una guerra civil quienes más sufren son las madres al ver morir a sus hijos. Sufre igual la madre sandinista que la madre de un contra, le dije. Tomás pronunció en León un discurso donde exaltó a las madres sin referencias banderizas. Dejó atrás por un momento el fatídico maniqueísmo que tantos estragos continúa haciendo entre los nicaragüenses. Los políticos, según donde estén, consideran que ellos son los buenos y los otros los malos. Todavía hay pendejos que creen estos disparates. Tito Monterroso en La Oveja negra y otras fábulas se mofa de esta visión simplista. Léanla para no continuar siendo presa de los demagogos. 

No me costó escribir El putómetro. Su trama es sencilla. Los socios del club, para no enfrentar situaciones parecidas, decidieron en Asamblea General, solicitar a una firma norteamericana, les vendiese su último invento. Con el putómetro se acabarían las dudas para siempre. Su virtuosismo consistía en que era capaz de medir el grado de virginidad. No escatimaron dinero en su compra. Lo solicitaron a General Electric, firma pionera en electrónica. Fue la novedad del año. No deseaban correr ningún riesgo en la escogencia de la futura novia del club. Estaban a las puertas de las elecciones. Como tenían previsto, llegó a tiempo. La resolución dictada era que todas las aspirantes tenían que someterse a la prueba. Las consecuencias fueron fatales. Ese año no se presentó ninguna candidata.  

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