lunes, 20 de febrero de 2012

Una postal tropical

 

Persuadido por los poderes sediciosos de la fotografía también escribí un cuento donde mujeres y fotografías son los personajes sobresalientes. No imaginaba las amplias posibilidades que abriría la optoelectrónica en su desarrollo, ni las capacidades infinitas que ofrecería la realidad virtual para rehacer a nuestro gusto y antojo la realidad verdadera. La vanidad suele jugar malas pasadas. Sabedor que el hilo se rompe por lo más delgado, imaginé una trama donde dos pretendientes inglesas deseaban contraer matrimonio con jóvenes nicaragüenses. Durante su visita a Inglaterra buscando como concertar mejores precios para el café nacional, Antonio Baltodano visitó los principales centros de compra en Londres. En ese viaje por fin conoció a Mr. Philips, intermediario reputado en el puerto de Liverpool. El comprador de café lo llevó a tomarse unos tragos a una taberna ubicada frente al Támesis.

Esa noche deambularon por las calles embutidos en sus abrigos, al final acordaron establecer relaciones más fluidas. Mr. Philips tenía acceso a información privilegiada. La matriz de la Agencia Reuters quedaba a unos pasos de su centro de operaciones. Su amistad con Adam Reuters, hijo del fundador de la agencia informativa, había sido provechosa para conocer de inmediato las alzas y bajas en el precio del café en el mercado mundial. Baltodano había consolidado sus negocios con Londres mediante la intervención de Mr. Philips. La segunda noche mientras paseaban frente al Palacio de Buckingham, comentó en voz alta que sus dos hijas se encontraban en París de vacaciones. Sacó de su gabardina una fotografía y se la mostró orgulloso. Dos jóvenes rubias jubilosas, con unos ojos lánguidos asomaban su rostro. Pensó que había llegado el momento de desposarlas.  -¿No cree usted que algún nicaragüense esté interesado en casarse con ellas?-, interrogó sonriente.

Animado, Baltodano se comprometió presentarlas a los matagalpinos. Creyó haber realizado el negocio de su vida. Mr. Philips afirmó que él preferiría se casasen con personas creyentes de la religión católica y una conducta menos disipada que la de sus compañeros de estudios en Cambridge. Baltodano se quedó dos días más en Londres con el propósito de conocerlas. Como tenía prevista una visita a París, decidieron  mejor encontrarse el día sábado en los bajos de la Torre Eiffel. El nicaragüense llegó a las 5 en punto de la tarde, las jóvenes lo dejaron plantado.  Por la noche encontró en su hotel un cable fechado ese mismo día proveniente de Londres. Mr. Philips le hacía saber que esa mañana habían tenido que viajar de imprevisto a Londres. Lamentó que no se hubiesen conocido. También le hacía saber que a su regreso a Nicaragua, después de su viaje por las islas griegas, ya habría llegado a Matagalpa la carta que le pondría el lunes por correo certificado.

A su regreso al país tres meses después, Baltodano fue al correo a reclamar la misiva enviada desde Londres. Aparte de desearle lo mejor, la familia Philips acompañó la misiva con dos fotografías. Ana y Elizabeth lucían esplendorosas, con su pelo rubio suelto al aire, unos grandes ojos azules, muy espigadas, dejaban ver sus dientes sajones. En la reunión del jueves en el Club Social, mientras departía con sus amigos, contándoles lo maravilloso que era divisar Paris desde las alturas de la Torre Eiffel, su paseo discreto por el Crazy Horse y sus devaneos por Pigalle, aprovechó para decirles que tenían aseguradas las compras en el mercado de Londres. El viaje había servido para afianzar la relación comercial con Mr. Philips. Alegré mostró las fotos de las hijas del comprador inglés y les hizo saber la buena noticia: deseaban casarse con jóvenes de estos rumbos.

Al regreso a casa, esa noche cada quien hizo sus propias conjeturas. La belleza de Ana y Elizabeth y la dote de sus padres, dos grandes compradores de café, las transformaba en un manjar apetitoso. Con discreción pidieron a Batodano una copia de las fotografías. No se preocupen ya di a sacar varias reproducciones en Managua. Foto Díaz había quedado de enviármelas el siguinte martes. Durante la boda de Germania Kϋhl con Elvio Mixter, las fotografías anduvieron de mano en mano. Sin pretenderlo las hermanas Manssell fueron presa de celos, lo mismo que Josefina Hayn. Sintieron que unas desconocidas les hacían contrapeso. La belleza de las inglesas despertaba animadversión entre las jóvenes casamenteras. Sir Joseph Conrad, Cónsul inglés radicado en Matagalpa, ya había sido informado de los pormenores. Mr. Philips le planteó el hecho como si se tratara de asuntos de Estado.

Al final de la misa, los jóvenes convirtieron en la comidilla del domingo, “los deseos de las inglesitas”, como las llamó Adolfo Vogl. Dos meses después, a finales de diciembre, el asunto estaba resuelto. En una mesa de billar, entre copas y cigarrillos, siete jóvenes matagalpinos disputaron su suerte. Como no lograban ponerse de acuerdo, los pretendientes decidieron que quien ganara la primera mesa tendría derecho a casarse con Ana. Luego los otros seis jugarían tres mesas adicionales y quien ganara dos de tres se casaría con Elizabeth. Los hermanos Amador resultaron ganadores y juntos se tomaron los últimos tragos como expresión de alegría. Dos hermanas se casarían con dos hermanos. Como a las seis de la tarde salieron en búsqueda de Antonio Baltodano, para plantearle que antes de casarse con Ana y Elizabeth, deseaban que viajaran a Nicaragua. Sus padres querían conocerlas. Esa fue su única condición.

Dos meses y medio después la familia Amador y Antonio Baltodano fueron a recibirlas al Puerto de Corinto. Pacientes esperaron que bajaran los tripulantes del Barco Aurora. Ellas fueron las últimas en hacerlo y pasaron desapercibidas. Pensaron que no habían llegado a recibirlas. Impacientes se acercaron a Mr. Scotch, capitán del navío, indagando sobre la familia nicaragüense que llegaría a recogerlas. Entonces se armó el despelote. Las inglesas, medios gordetas, cifraban los 38 y 40 años respectivamente. Roberto y Ricardo Amador se sintieron estafados. Sus aspectos no se correspondían con las fotografías. En las fotos lucían encantadoras, jóvenes en edades resplandecientes, nada parecidas a las dos señoras que se identificaron como Ana y Elizabeth. Dijeron que jamás se casarían con ellas. Incluso pidieron que las montaran de regreso con la carga de café.

¡Fue la única vez que Inglaterra rompió relaciones diplomáticas con Nicaragua!     

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