jueves, 25 de julio de 2013

Mordido por la nostalgia


La escritura es una manera única
de iluminar la conexión
entre el pasado y el presente.
                                      Una misma noche-Leopoldo Brizuela

Guillermo Rothschuh y Edgard Aguilar (2013) 

Este año cumplimos cuarenta y cinco de habernos graduados como bachilleres y a Edgard se le ocurrió que debíamos reunirnos para evocar el pasado. No fue sino hasta el sábado 20 de abril que la idea cogió fuerza. Edelmira, Edgard y yo, nos citamos en casa de Dijana. Desde ese momento me mordió la nostalgia. En el Hotel Mayales, propiedad de nuestra anfitriona, transcurrieron mis primeros seis años de vida. Me fui temprano al encuentro con el propósito de pasar revista al vecindario. Con excepción de las casas de mi tío Luis Castrillo, don Fernando y doña Elba Montiel, el resto dejaron de ser lo que un día fueron. La casa de doña Panchita Arosteguí y don Fabián Rizo fue parcialmente modificada. La cuartería de doña Lupe Suárez desapareció, igual la casa de Humbelina, ambas fueron sustituidas por construcciones de cemento.

La casa donde vivieron los Meza no existe, en su lugar levantaron una edificación moderna y hacia la esquina sur, fue construida otra casa, que sirve de albergue a la Universidad Católica del Norte (UCAN), una de las tantas centros de estudios que han proliferado por todo el país. En la esquina opuesta la casa fue borrada por el tiempo y donde vivió doña Otilia y don Pancho Gutiérrez, ocurrió un fenómeno parecido. No alcanzaba asimilar las transformaciones, de pronto a mitad de la cuadra apareció la Tita, rumbo quien sabe hacia dónde. Empezaba a decirme que me había chineado, era la misma de siempre, risueña y suelta en el hablar, cuando se acercó a nosotros una de las Meza, me recordó que habíamos sido vecinos. Sin pretenderlo fue una estocada al corazón. Me vi de nuevo jugando en la calle.

En la parte norte de la cuartería de doña Lupe vivía El Chontaleño, el zapatero remendón se dejaba crecer el cabello como poeta. Siempre me causó repulsión que se dejara crecer las uñas como estilan llevarlas las mujeres. Doña Chila, su madre, era la encargada de poner orden en su pequeño taller. Con el tiempo doña Chila se haría cargo de la limpieza del Cine Juigalpa. Evoqué la figura de Higuey, El Bobo, diminuto, ojos verdes y su antítesis, Panchito de la Rana, como llamábamos al hijo de don Pancho. En el extremo sur vivía don Obdulio Castilla. Los burros de mi tío Luis formaron parte del paisaje de mi niñez. Cada vez que lo evoco me siento sostenido en sus brazos metiendo mis manos en los depósitos de madera donde maduraba los manzanos. Era fachento como nadie. Tenía un enorme macho negro que era su orgullo.

La Humbelina fue una mujer de temple, admirable, echaba tortillas mañana, tarde y noche. El Monito, su hermano, trabajaba en el Cine Juigalpa. William, su hijo, es un profesional exitoso. Con quienes forjé una gran amistad fue con Alcides y Barney Montiel, pese a que eran mucho mayores que yo. Rijoso por montar a caballo, me mantenía expectante. Los hermanos Montiel tenían que ir a dejar las mulas y caballos cada vez que don Fernando llegaba de su finca. Los desensillaban y poco a poco iban retirándoles los peleros para que no se enfriaran. Al atardecer salíamos en fila india, íbamos a dejarlos al potrero que tenían junto a la Loma de Tamanes. Sentía un placer inmenso encajarme sobre sus jamelgos. Los hermanos Montiel fueron los que me enseñaron a jugar trompos y el juego más violento de esa época: el crucificado.

Plaza de Toros Vicente Hurtado Morales - Catarrán, Juigalpa.
En verdad no sé si el crucificado era más violento que tirar semillas de jiñocuabo en  carrizos de papaya. La dotación se metía en las bolsas de la camisa y pantalones o en salveques de tela. Una vez mis padres encontraron Alcides encaramado en el palo de papaya, junto a la cocina, cortando los carrizos que servían de lanzaderas y se sintió apenado. Mis primeros barriletes los elevé viviendo donde era el Instituto Nacional de Chontales. Tardes alegres y divertidas. El bullicio salpicaba el ambiente. También aprendí a jugar chibolas de vidrio. Valían un real y se compraban donde doña Toña Rivera. Nuestro pequeño entorno bastaba para ser felices. Una vez Norman Villanueva, mi primo, en un pleito con Barney le dejó ir una patada y le lastimó los güevos, salió disparado para evitar el contra-ataque.


Luzana y Guillermo Rothschuh Villanueva, 2013
La primera vez que vi desfilar los toros rumbo a la barrera en un agosto que se quedó en mi vida, estaba sostenido en los hombros de mi padre. A través de las rejas de la ventana de la puerta esquinera del instituto, los toros marchaban apretujados, pechados por los caballos, sus cabezas se alzaban victoriosas. Toros de la hacienda Hato Grande, San Ramón y San José. Los campistas encabezaban el desfile montando briosos corceles, hechos para el rodeo y las fierras de ganado huidores. Concho y Margarito Villagra ya eran leyenda. La barrera quedaba a escasos ciento cincuenta metros de mi casa. Mi padre tuvo el cuidado de repartir por igual el cariño entre sus cuatro hijos. Aunque creo que quienes más lo disfrutaron fueron Luzana y Vladimir. La una por ser su única hija mujer y el otro por ser el cumiche.

En ese microcosmos tuve la dicha de ser apapachado por Consuelo Guerra Blandino. Todavía recuerdo sus besos y abrazos, las veces que me subió al altillo. También fue la primera que me hizo rodar por el piso sin mayores consecuencias. En la propia esquina quedaba la venta de su padre, don Toño Guerra Cole, sentado en el quicio de la ventana probé las chibolas. La Pepsi y la Coca Cola no había doblegado a las chibolerías nacionales. Paladee la Iromber y la San José, con una delectación muy parecida a la forma que saboreaba las paletas hechas por don Galicho y doña Clotilde. Don Toño era uno de los compradores más fuertes de queso y mantequilla. Todos los jueves las mulas y caballos eran parqueados en la acera de entrada al patio. Me encajaba en la parte más alta y con un palo les jincaba el culo.

Las chibolas eran heladas en un carretón, no había frízer ni refrigeradora. Compraban hielo y las metían a helar. Apenas costaban tres reales. Esquina opuesta la casa de doña Panchita. Me acuerdo que Edgard Medina y Estelita venían de vacaciones a ver a su abuelita. Eran hijos de Estela Rizo y el teniente Max Medina, piloto de la guardia nacional. Don Fabián siempre vistió de blanco inmaculado. Nunca me interesé en saber qué hacía. Para mí todo un personaje de novela. Por las tardes se sentaba en una mecedora en la acera esquinera. Apacible, con una calma de monje, nunca sentí la curiosidad de indagar para que servía un aparato que tenía en uno de sus cuartos. Lo supe años después cuando pregunté a mi  madre cuál era su oficio: laboratorista, respondió. ¿Entonces no era doctor?


A la hora señalada llegué puntual donde Dijana. Eran las nueve de la mañana. Edgard y Edelmira se aparecieron después. Mientras tanto seguía atrapado por la nostalgia. Mi sorpresa mayor fue cuando traspase el garaje y aterricé en el corredor. Doña Ninfa Cruz había remodelado por completo la casa. La reconstruyó totalmente en la parte sur. Dijana siguió transformándola. El patio había desaparecido. El palo de limón y el baño de madera ya no existen. Donde funcionaba quinto año, construyó la cocina y enfrente su hermoso taller de pastelería. Comencé a dibujar en mi mente toda la estancia. La esquina albergaba la dirección y hacia el oeste, el cuarto donde vivimos apretujados durante varios años. La agitación en el pecho en vez de disminuir se acrecentó. ¡No era para menos! 

*Fotografías Album Personal

No hay comentarios:

Publicar un comentario