“La escritura es una manera única
de
iluminar la conexión
entre
el pasado y el presente”.
Una misma noche-Leopoldo Brizuela
Guillermo Rothschuh y Edgard Aguilar (2013)
La
casa donde vivieron los Meza no existe, en su lugar levantaron una edificación
moderna y hacia la esquina sur, fue construida otra casa, que sirve de albergue
a la Universidad Católica del Norte
(UCAN), una de las tantas centros de estudios que han proliferado por todo el
país. En la esquina opuesta la casa fue borrada por el tiempo y donde vivió
doña Otilia y don Pancho Gutiérrez, ocurrió un fenómeno parecido. No alcanzaba
asimilar las transformaciones, de pronto a mitad de la cuadra apareció la Tita,
rumbo quien sabe hacia dónde. Empezaba a decirme que me había chineado, era la
misma de siempre, risueña y suelta en el hablar, cuando se acercó a nosotros
una de las Meza, me recordó que habíamos sido vecinos. Sin pretenderlo fue una
estocada al corazón. Me vi de nuevo jugando en la calle.
En
la parte norte de la cuartería de doña Lupe vivía El Chontaleño, el zapatero remendón se dejaba crecer el cabello
como poeta. Siempre me causó repulsión que se dejara crecer las uñas como
estilan llevarlas las mujeres. Doña Chila, su madre, era la encargada de poner
orden en su pequeño taller. Con el tiempo doña Chila se haría cargo de la
limpieza del Cine Juigalpa. Evoqué la
figura de Higuey, El Bobo, diminuto,
ojos verdes y su antítesis, Panchito de
la Rana, como llamábamos al hijo de don Pancho. En el extremo sur vivía don
Obdulio Castilla. Los burros de mi tío Luis formaron parte del paisaje de mi
niñez. Cada vez que lo evoco me siento sostenido en sus brazos metiendo mis
manos en los depósitos de madera donde maduraba los manzanos. Era fachento como
nadie. Tenía un enorme macho negro que era su orgullo.
La
Humbelina fue una mujer de temple, admirable, echaba tortillas mañana, tarde y
noche. El Monito, su hermano,
trabajaba en el Cine Juigalpa. William,
su hijo, es un profesional exitoso. Con quienes forjé una gran amistad fue con
Alcides y Barney Montiel, pese a que eran mucho mayores que yo. Rijoso por
montar a caballo, me mantenía expectante. Los hermanos Montiel tenían que ir a
dejar las mulas y caballos cada vez que don Fernando llegaba de su finca. Los
desensillaban y poco a poco iban retirándoles los peleros para que no se enfriaran.
Al atardecer salíamos en fila india, íbamos a dejarlos al potrero que tenían
junto a la Loma de Tamanes. Sentía un
placer inmenso encajarme sobre sus jamelgos. Los hermanos Montiel fueron los
que me enseñaron a jugar trompos y el juego más violento de esa época: el
crucificado.
Plaza de Toros Vicente Hurtado Morales - Catarrán, Juigalpa. |
Luzana y Guillermo Rothschuh Villanueva, 2013 |
En
ese microcosmos tuve la dicha de ser apapachado por Consuelo Guerra Blandino.
Todavía recuerdo sus besos y abrazos, las veces que me subió al altillo.
También fue la primera que me hizo rodar por el piso sin mayores consecuencias.
En la propia esquina quedaba la venta de su padre, don Toño Guerra Cole,
sentado en el quicio de la ventana probé las chibolas. La Pepsi y la Coca Cola
no había doblegado a las chibolerías nacionales. Paladee la Iromber y la San
José, con una delectación muy parecida a la forma que saboreaba las paletas
hechas por don Galicho y doña Clotilde. Don Toño era uno de los compradores más
fuertes de queso y mantequilla. Todos los jueves las mulas y caballos eran
parqueados en la acera de entrada al patio. Me encajaba en la parte más alta y
con un palo les jincaba el culo.
Las
chibolas eran heladas en un carretón, no había frízer ni refrigeradora.
Compraban hielo y las metían a helar. Apenas costaban tres reales. Esquina
opuesta la casa de doña Panchita. Me acuerdo que Edgard Medina y Estelita
venían de vacaciones a ver a su abuelita. Eran hijos de Estela Rizo y el
teniente Max Medina, piloto de la guardia nacional. Don Fabián siempre vistió
de blanco inmaculado. Nunca me interesé en saber qué hacía. Para mí todo un
personaje de novela. Por las tardes se sentaba en una mecedora en la acera
esquinera. Apacible, con una calma de monje, nunca sentí la curiosidad de
indagar para que servía un aparato que tenía en uno de sus cuartos. Lo supe
años después cuando pregunté a mi madre
cuál era su oficio: laboratorista, respondió. ¿Entonces no era doctor?
A
la hora señalada llegué puntual donde Dijana. Eran las nueve de la mañana.
Edgard y Edelmira se aparecieron después. Mientras tanto seguía atrapado por la
nostalgia. Mi sorpresa mayor fue cuando traspase el garaje y aterricé en el
corredor. Doña Ninfa Cruz había remodelado por completo la casa. La reconstruyó
totalmente en la parte sur. Dijana siguió transformándola. El patio había
desaparecido. El palo de limón y el baño de madera ya no existen. Donde funcionaba
quinto año, construyó la cocina y enfrente su hermoso taller de pastelería. Comencé
a dibujar en mi mente toda la estancia. La esquina albergaba la dirección y
hacia el oeste, el cuarto donde vivimos apretujados durante varios años. La
agitación en
el pecho en vez de disminuir se acrecentó. ¡No era para menos!
*Fotografías Album Personal
*Fotografías Album Personal