Río Mayales, 1961
“Tengo un río que va
caminando con el tiempo,
hemos crecido juntos,
su edad pertenece a mis
días de gloria y
noches de hastío.”
Jorge Eliecer
Rothschuh
Jamás
imaginé que entre los bajos de Comabanca y Paiguas, podría surgir un barrio. ¿Cómo
imaginarlo en una hondonada anegada por el Mayales, convertida en varias
ocasiones en un gigantesco playón? En 1968 se realizó un estudio sobre el
crecimiento urbano de Juigalpa. Las conclusiones eran catastróficas. La ciudad
estaba entrampada y no tenía lugar hacia donde expandirse. En dirección oeste, las
lomas constituían un valladar. Las casas de los Zúñiga, ubicadas tres cuadras
al oeste de la gasolinera Esso, eran las últimas construcciones. Símbolo de
atraso todavía sigue en pie la casa de la finca que fue de Papa Lovo. El
problema era mayor hacia el este. La ciudad estaba cortada a tajos por los
acantilados frente Amerrisque. Igual drama se presentaba hacia el norte y sur.
Las casas de doña Goya Zelaya, Goya Alvares y las Castilla fijaban el límite
norte y la gasolinera Texaco de Uben Gadea establecía su frontera sur.
Las
dimensiones de Juigalpa al despegar el segundo decenio del siglo veintiuno eran
impensables. El empuje urbano desbordó la ciudad por sus cuatro costados.
Concibo el surgimiento del barrio San Antonio después de La Tonga y los numerosos
barrios surgidos hacia el oeste y noroeste, pero no la creación de Paiguas. ¿Será
que están convencidos que el Mayales jamás volverá a salirse de madre como ocurrió
a finales de los años cincuenta del siglo pasado? ¿Su confianza no será
exagerada? En 1959 en nuestra aula de clases de cuarto grado estrenábamos el
Centro Escolar Pablo Hurtado, subidos en nuestros pupitres en el tercer piso, la
profesora María Luisa Zeledón nos permitió esa mañana divisar el río en todo su
esplendor. En vez de continuar su curso y doblar en la poza de Comabanca, el
Mayales siguió recto. Atravesó de punta a punta el lugar donde ahora se levanta
el barrio Paiguas.
Jamás
habíamos visto algo tan maravilloso; impetuoso, arrastraba árboles, cerdos,
gallinas y tumbaba milpas. Una visión que nuestras pupilas retuvieron para
siempre. Un año antes, después de las fiestas agostinas, había acompañado a
William Castrillo Ugarte a dejar a la finca de Chiguan Solís, el caballo que este
le había dado prestado. Las aguas rebasaban sus límites a la altura del paso de
Panmuca. Sentí miedo cruzarlo. William, intrépido, me dijo que me pegara a sus
espaldas y que nada nos iba a pasar. El caballo nadaba manoteando sus patas
delanteras, íbamos suspendidos, apenas rozábamos su lomo. Las aguas ladeaban
nuestros cuerpos, hasta dejarlos casi cruzados. Al regreso, sin ropas, animado
por William desafié por primera vez sus aguas. Con los años sería de nuestras aventuras
favoritas. Todos los jóvenes de nuestra generación lo hicimos.
Esa
mañana de junio durante el recreo subimos el muro construido en la parte norte,
para aprovechar los niveles del terreno. El río continuaba dando tumbos hasta
empalmar con el paso de Paiguas. La gente aglomerada en la Terraza Palo Solo
disfrutaba el espectáculo. El timbre sonó, embelesados ante el paisaje ninguno
de nosotros se movió. La enorme crecida seguía el curso marcado por los fuertes
aguaceros. Toda la noche anterior había llovido. Los campesinos no pudieron
bajar a Juigalpa. En Panmuca no había puente. Entre extasiados y compungidos
acamparon frente a la casa ubicada en el sector norte de la finca Santa
Matilde. Igual ocurrió en Paiguas. Nadie desafió su bravura. La incomunicación
entre uno y otro lado del Mayales duró dos días. ¡Ni quiera mi diosito lindo!
¡Hay del que se enfermara! ¡Las tres divinas personas nos valgan!
En
esa noche de espanto los campesinos escucharon tronar sus aguas. Algunos alcanzaron
a poner en resguardo sus gallinas, cerdos y ganados. La venta de leche en
algunos lugares quedó pospuesta. Esperaron que las aguas bajaran de nivel. Era
un secreto a voces que ciertos ganaderos aguaban la leche para incrementar sus
ganancias. A mis seis años, un día dije a doña Panchita Rizo, cuando me
despachaba dos helados de cocoa, que por favor me les echara agüita, fue como
espantar un avispero: ¡Yo vendo helados de leche con cocoa no con agua! En esa
época costaban diez centavos. Ahora que el córdoba no vale nada entiendo a mis
abuelas, con un real podían comprar un atado de dulce. Cuando digo a mis
alumnos que en 1969 celebraba mi cobro de caja chica en La Prensa, comiéndome en El Eskimo un Banana Split por el valor de
tres córdobas, no me creen. Hoy día valen cuarenta y ocho.
¿Cuántas
veces al salir de clases nos fuimos al río por la tarde, mientras estudiábamos
en el Centro Escolar Pablo Hurtado? La primera vez que mis compañeros
decidieron retar Comabanca, ni siquiera me atreví asomarme a sus aguas. Sandro
Andrés Enríquez y Juan Pablo Alonso, competían divertidos cruzando una y otra
vez de orilla a orilla, una poza habitada por lagartos. Crecí divisando la
empalizada de Comabanca desde la Terraza Palo Solo. Pasaron años antes de
convertirla en nuestra poza predilecta. Primero lo hicimos en la poza de
Paiguas, a la que me llevó Nelson Gil. Creyéndonos hombrecitos, desafiamos sus
fuertes correntones. Esperábamos que llenara, nos ubicábamos río arriba, para
luego cruzarlo sumergiéndonos en la parte inferior que rozaba la tierra. Una
locurita vista en la distancia.
Con
la deforestación Mayales ha sido herido de muerte. Nada queda de la
majestuosidad de sus aguas. Las pozas donde nos zambullíamos están secas. No
podríamos hacernos un clavado o tirar un zapotazo. Desde el puente construido
sobre el paso de Panmuca, solo se divisan lajas. En el paso de Paiguas igual.
La poza de Comabanca perdió su encanto. ¿No se saldrá de madre el Mayales nunca
más? Al menos eso piensan las familias que decidieron construir sus casas en un
bajío que jamás se nos ocurrió podía albergar un barrio. ¿Con el cambio
climático no podría ocurrir una llena similar a la que vimos en 1959? ¿Sus
habitantes no temen que una noche el Mayales se vengue y tengan que ser ellos
los que paguen los desafueros cometidos en su contra? Los habitantes del barrio
Paiguas dan por hecho que el Mayales no volverá a ser lo que un día fue.
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