Desde que me repantigué en la cama
y deslice mis ojos sobre sus páginas, sentí que me deslizaba sobre una mar
voluptuosa. En la medida que me adentraba en el vasto universo de su ancha
geografía sentí vértigo. El encantamiento y la seducción eran evidentes. Agarré
el libro por los cuernos y no quería soltarlo. Tenía tiempo de no sentirme
atrapado por un embaucador de serpientes. Cortes, ritmos, sinfonía, baile y
canto, dominaban la escena. La prosa fluye, un manantial lleno de sorpresas. El
dominio de la técnica corre pareja con distintas historias contadas con habilidad
contagiante. Viento huracanado. Un thriller monumental. Iba y venía de una
historia a otra. Cuenta con el ingenio suficiente para suspender el relato justamente
donde alcanza el clímax. Sostenía cuchillo y tenedor entre mis dedos frente a
un plato suculento. ¿Dejaría de trinchar lo que me ofertaba el chef traicionando
mi creciente apetito? Al menos yo no estaba dispuesto.
La manera de contar y la forma
cadenciosa, llena de guiños, con sus altos y bajos, armoniza con el tango
bailado con desenfado malevo en el trasatlántico Cap Polonio de la Hamburg-Sudamerikanische, una noche de noviembre
de 1928. Max Costa, el bailarín mundano, venido a menos, víctima de sus propias
fullerías, tallado finamente con esmero de escultor, poco a poco va
convirtiéndose ante mis ojos en un personaje agradable, un truhan y cazador
furtivo, chulo y malandrín de alta estirpe. Salió del arrabal al que jamás
quiso volver, dándose la gran vida en Francia, España e Italia. Esa noche
muestra sus dotes, su personalidad arrolladora y su belleza latina. Todo
movimiento o palabra pronunciada nacen del cálculo. Puestos sus ojos sobre la
presa -la bella Meche- asume el comportamiento de un dandy. Mide distancias con
escrúpulo de halcón en celo. Su refinamiento y modales resultan cautivantes. No
es la novela para contar heroicidades, muertes y disturbios.
Contratado para distraer a las
mujeres que viajan en el barco, Max cumple cabalmente su cometido. El argentino
aprendió a bailar tangos en París no en su tierra natal. Una historia paralela serpentea,
su encuentro en Sorrento, veintinueve años después y un poco antes en Niza, con
la mujer de Armando de Troeye, compositor español. La dama sucumbe a sus
encantos. Con serenidad habitual Pérez Reverte da forma a la enorme partitura -El tango de la guardia vieja (2012)- rindiéndole homenaje. Al tango original y auténtico, nacido de
una mixtura. Una mirada retrospectiva fascinante. Sitúa sus personajes en La Ferroviaria, el boliche ubicado en
Barracas, el arrabal donde nació Max Costa. El antro olía a humo de cigarro,
porrón de ginebra, pomada para el pelo y carne humana. Un cafiolo con aires de
compadrón hace mates, saca a bailar a Meche. Max aclara que un compadrito es un
plebeyo de arrabal con aires de valentón pendenciero. El nunca fue ni lo uno ni
lo otro. Tenía los amaneramientos de un seductor experimentado.
El malabarista pretende que
sepamos que existe un mundo de distancia entre el tango bailado en París y el
tango bailado en La Ferroviaria. Las
puntas de los pechos de la mujer rozan las carnes de su pareja, sus piernas y
caderas giran alrededor de su cintura; los pasos más atrevidos, música y manos despiertas,
provocan escenas mordaces. Lejos de los salones y etiqueta, el tango se traduce
en sumisión de la hembra, una entrega absoluta y cómplice. En lenguaje sensual describe
esos mataderos, lo bailan más rápido y cortado de manera "deliciosamente puerca". Cada
escritor habla a través de sus personajes. Pérez-Reverte dice a través de
Armando de Troeye que "casi excita
mirarlos". El compositor descubre un mundo nuevo, alimenta su
imaginación. El tango de salón alisó todas esas posturas gallardas, provocativas,
volviéndole más respetable para ser finalmente amansado. Limaron sus mil
requiebres fragorosos. Estamos claros, el tango de la guardia vieja, no usaba
fuelle ni piano, sino flauta y guitarra. Seríamos ilusos si creyésemos que la
domesticación comenzó con el Último tango
en París (1972), crecida corriente de erotismo, Marlon Brandon y María
Schneider sobornándonos con sus licencias escabrosas.
Con técnica heredada de los
mejores narradores del mundo, el relato discurre de manera ascendente. Abre una
puerta y cuando creíamos que ya habíamos recorrido todo el edificio, la puerta
trasera comunica con otra casa, un nuevo relato despega donde parecía que la
historia concluía. Son los mismos actores del drama -Max por supuesto- quien ha
sobrevivido a otra de sus trampas. El bailarín mundano cae prisionero de sus
propias andanzas. Evita convertirse en aliado de las fuerzas políticas en
pugna. Los fascistas lo utilizan como peón, en una novela que el juego de
ajedrez viene a ser la otra cara de la luna. Me inclino en evidenciar mis preferencias
por el tango, pero no menos sorprendentes son las peripecias, las últimas audacias
que ejecuta en su vida, con las que ratifica su amor por Meche. Mientras urdía
su golpe final, sucumbe frente a la única mujer que amó. Se entera que Ricardo
Keller Insunza, avezado jugador de ajedrez chileno, era su hijo. ¡Jaque al rey!
Aun en los detalles y
descripciones más prolijas, Pérez-Reverte se muestra impetuoso, apura el ritmo
de su canto. La cadencia entre baile y relato son perfectas. Armonía plena. ¿No
sería la convicción de que el tango a la vieja usanza entró en barreno, que lo
llevó a exclamar acongojado, "la
moda se aleja cada vez más de todo esto. Dentro de poco solo se bailará ese
otro tango domesticado, inexpresivo y narcótico: el de los salones y el
cinematógrafo"? El novelista se adelanta. Deja testimonio del
castramiento severo a que viene siendo sometido. Eleva su himno, fluye el ritmo
y acelera el compás, para que podamos asomarnos complacidos a la fidelidad con
que lo retrata y solazarnos en la pieza que ejecutan y bailan al modo antiguo, en
ese mundo encañallecido, donde llevó Max Costa, al matrimonio Insunza y de Troeye.
Lo hace antes que el tiempo y las circunstancias lo aniquilen para siempre. Tiene
en miras salvarlo del horror de la castración.
La otra cara la constituye un
mundo de espías, robos, encuentros y desencuentros amorosos entre Max Costa y
Meche Insunza. Las truculencias narrativas y los quiebres repentinos me mantienen
en vilo. Espero nuevas sorpresas, otros giros. Avanzo y no hay forma que la
intensidad del relato disminuya. El tango
de la guardia vieja ratifica la facilidad con que Pérez-Reverte urde
historias y se desplaza por diferentes países. Con igual soltura ubica su
relato en Buenos Aires, Niza y Sorrento. Las descripciones de estos lugares me
recuerdan a Mario Vargas Llosa y Alejo Carpentier, complacidos nos hacen sentir
el olor de las calles, la temperatura de su ambiente, la gracia de sus bulines
y la majestuosidad de sus catedrales. En la era de la globalización,
Pérez-Reverte se sale de su ambiente para ofrecernos la atmósfera, pasiones, triunfos,
sinsabores y la densidad de las ciudades donde crea nuevos mundos. ¡Nos hace
bailar al ritmo que imprime a su novela!
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