La celeridad con que muchos conceptos y categorías
caducaron o están dejando de significar lo que un día representaban forman
parte de los tiempos que corren. En la medida que la globalización avanza a
pasos agigantados estos se derrumban. Su trascendencia oscurece el horizonte.
Ante los asedios y golpes recibidos muchas almas se espantan. Presas de
colonialismo mental no se detienen siquiera a examinar la validez absoluta con
que son presentadas las nuevas propuestas para entender lo que ocurre en
nuestro entorno. Cierran espacio a la duda. La época de cambios que vivimos pretender
hacer tabla rasa del pasado. Nadie discute la realidad de estas
transformaciones. Son a veces tan contundentes como para no percibir como
desencajan la fisonomía y el entramado de nuestras sociedades.
Aflige la aceptación pusilánime sin mediaciones ni
coladores. Damos como verdad irrefutable todo el andamiaje ideológico y
cultural pacientemente construido para justificar la embestida. La
reconfiguración del mundo plantea la necesidad de elaborar nuevos cuerpos
teóricos. Especialmente en el campo de la comunicación. Se requieren otras
explicaciones que den cuenta de los nuevos fenómenos, su verdadero alcance, la
forma vertiginosa, persuasiva y envolvente con que tejen la urdimbre para
justificar su redespliegue universal. Son los abanderados del presente. Toda
visión retrospectiva e introspectiva resulta sospechosa. El nuevo modelo de
sociedad -por los encadenamientos que genera- pareciera ser único. Las voces
disidentes llamando a la cordura resultan pasadas de moda.
Nada habría ya que oponer al nuevo esquema civilizatorio.
Sus artífices reclaman vía libre, ninguna interferencia para sus sueños
mesiánicos. El avance científico y estupendos logros en la medicina, apenas
constituyen el preludio de las transformaciones en marcha. La conquista del
espacio, la cartografía minuciosa del genoma humano, los avances en las
telecomunicaciones, la electrónica, la biología, la nanotecnología, la redefinición
del Estado, el rebasamiento de las fronteras, la urgencia porque entendamos los
encasillamientos que provoca el concepto de soberanía, ese corsé que hay que
romper cuanto antes, para sentirnos más libres y liberados, son eslabones
discursivos suficientemente convincentes como para dejar en sus manos la
remodelación del porvenir.
Entre menos oposición exista de nuestra parte con mayor
celeridad y menos traumático resultará la construcción del nuevo albergue
social, económico, político, educativo y cultural en proceso de construcción.
Las promesas de feria resultan cautivantes. Al dispositivo mediático, con su
juego de luces y colores, corresponde persuadir acerca de las bondades
irreversibles que se perfilan en el escenario. Las comunicaciones satelitales
irradian la buena nueva. Lo que ha logrado y sigue logrando Hollywood no admite
parangón. Sin objeciones ha resultado el mejor dispositivo para la diseminación
de estas novedades. Su carácter estratégico resulta irrefutable. Con lenguaje
lúdico y sensual resulta una prodigiosa máquina para promover ensoñaciones. Atrae
y encanta. Seduce y hechiza.
El primer asomo del quiebre conceptual dirigido a
persuadirnos que nos encontrábamos en otro momento de la historia salió de los
surtidores de Hollywood. Con esa propensión que tiene el cine de adelantarse varios
pasos, Network (1976) anunció el
ocaso del concepto de patria y el advenimiento de una era comandada por las
grandes empresas transnacionales. Embrujado por el magnetismo y ascendiente
conseguido ante los televidentes, el agorero de los tiempos que se avecinan
(Peter Finch), sucumbe ante sus propias diatribas. Llamado al orden por los
verdaderos amos de la televisión esa otra caja mágica, opta desesperado por
suicidarse frente a las cámaras. El tiempo de la IBM y la EXXON había llegado.
Alvin y Heidi Toffler |
Después vendrían los Toffler a reforzar los anatemas creados
para triturar y demoler cualquier vestigio o reminiscencia vinculada con el
concepto de patria. Mi retorno a las aulas me ha permitido corroborar la efectividad
de estas nuevas narrativas. La mañana del 4 de julio (2013), mientras manejaba
rumbo a la universidad, un joven DJ ofrecía entradas al cine a cambio de
responderle acertadamente qué acontecimiento se celebraba en esa fecha. De
manera incontrastable el desfile de respuestas era certero. ¡Hoy se celebra el
día de la independencia de Estados Unidos! ¡Bravo! Ahora dígame ¿qué se celebra
el 14 de septiembre en Nicaragua? El silencio hirió la sensibilidad del
conductor del programa radial. ¡Idiay! ¡No me diga que no sabe! De golpe me regresó
al pasado.
En una ocasión durante una
entrevista brindada a La Prensa me mofé de las explicaciones que mis profesoras de primaria daban sobre el
significado y trascendencia del 14 y 15 de septiembre. Me enseñaron a recitar
como una letanía insufrible la derrota de las huestes filibusteras comandadas
por William Walker y la independencia de España sin ningún sentido crítico. Con
el tiempo estas versiones me resultaban pobres y desabridas. No me detuve a
reparar que sus enseñanzas por muy simplistas que fuesen, en sus pliegues
vibraba un sentido nacionalista. Un auténtico sentido de nicaraguanidad. Un
aleteo de patria. Severo Martínez Peláez se había encargado derribar los
fetiches con que aderezaban sus explicaciones. La patria del criollo (1970), fue un descubrimiento luminoso,
esclarecedor.
Con el propósito de quitarme el sabor amargo que me había quedado en el paladar, pregunté a mi veintena
de alumnos de Historia de la Comunicación
(UCC), en qué año había sido descubierta Nicaragua. Nadie supo decirlo. Luego
indagué qué efemérides celebrábamos el 14 de septiembre y el silencio fue total.
¿Qué ocurrió en 1821? Se quedaron viendo, hurgaron su memoria. Tampoco supieron
responderme. ¿Las respuestas contundentes sobre sus deseos de marcharse del
país si pudieran hacerlo indican que ningún lazo afectivo los une a esta
tierra? ¿El desarraigo es mayor de lo que pensamos? ¿Se reconocen ciudadanos
del mundo? ¿La entrega de la soberanía al empresario chino Wang Jing no es suficientemente
ilustrativa? ¿Vivimos en Nicaragua la posthistoria?
Si algo caló mi conciencia en tiempos de globalización mientras
recorría Miami, Washington y New York, vino a ser el culto que profesan por su
historia. Nacional y local. Cada recodo, río, afluente, calle, barrio o ciudad,
encierra un episodio que merece conocerse, contarse y tener en cuenta.
Centenares de guías turísticos repiten incesantemente los mismos estribillos
como una manera de recordar quiénes son, dónde
están y hacia dónde van. Potomac, Washington Memorial, Newseum,
Holocaust Museum, Hudson, Manhattan, Elis Island, Broadway, Empire State, Rockefeller
Center, y World Trade Center, donde alzaban victoriosas sus cumbres las Torres
Gemelas, símbolo irreductible de su pujanza financiera, está siendo
reconstruido y convertido en centro de peregrinación. Su existencia sigue siendo artículo de fe.
Mientras tanto insisto, seguimos dimitiendo en un campo
vital para nuestra existencia como país, con una historia propia y singular.
Una historia que merece aprenderse y contarse de manera desprejuiciada. No como
ha ocurrido hasta ahora. Partido político que llega al poder -incluyendo el
actual- desconoce y rehace las realizaciones de sus antecesores. ¿Cómo
pretender que los jóvenes tengan sentido de patria? Nicaragua está en venta
desde los noventa del siglo pasado. La política de fronteras abiertas es un
obsceno espectáculo auspiciado por los gobernantes. Granada, la ciudad
colonial, un enclave turístico extranjero, el sueño del canal interoceánico,
una pesadilla, las tierras de Matagalpa y Chontales, dejaron de ser nuestras.
¡Estamos desarmados frente a la embestida foránea! ¿Soy iluso? ¿Un demodé?
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