-Denme los guantes. El juego se acabó.
Todos nos quedamos perplejos. Nadie esperaba esa reacción. El roletazo
fuerte por tercera había golpeado su mano derecha. Ninguno de nosotros se movió
a ver qué le pasaba. Agitaba su mano y se soplaba las uñas. Es probable que
esperaba nos acercáramos. Cuando se percató que seguíamos impasibles tronó y
dio por terminado el partido. La mayoría de los guantes, bates y bolas eran
suyos y de su hermano Rodolfo. Era la primera vez que Humberto asumía una
decisión drástica. Casi violenta. No sabíamos qué
hacer. Apenas eran un poco más de las cuatro de la tarde. El sol empezaba a
retroceder y las primeras sombras caían sobre el campo de béisbol. Las altas ramas
de los mangos sellaban su paso por toda la parte izquierda. La jornada
empezaba.
-¡Brother no le creo!
-Pues así como oyen. No jodan. ¿Creen que no me dolió? ¡Váyanse a la
verga!
No hubo manera que el Gemelo reconsiderara su sentencia. Metió las
manoplas en el bate y me llamó.
-Brother venga. Vámonos a mi casa.
Los juegos de béisbol formaban parte de nuestros rituales cotidianos, para
esos días solo que lloviera no jugábamos. La fiebre beisbolera se había
apoderado de toda la muchachada. Cada uno de nosotros según la posición que
ocupaba se identificaba con los jugadores de la liga profesional. La mayoría
querían ser como Rigo Mena. A mí el que más llamaba la atención
era Duncan Campbell. Un pelotero completo. Jugaba todas las posiciones y hasta
llegó a lanzar. El poeta David McFields lo inmortalizó en un poema. En la
distancia vuelvo a preguntarme, ¿por qué iba con el León y no con el Bóer o con
el Cinco Estrellas o el Oriental? Todavía no alcanzo a descifrar el ministerio.
Debe haber sido cuestión de empatía. No creo que exista otra explicación.
Toda memoria es selectiva. Uno escoge qué desea registrar en su mente y
queda grabado para siempre. Wilfredo Calviño, Orlando O’Farrill, Conrado
Marrero, Julio Jiquí Moreno, Borrego Álvarez, Leo Posada, Enrique
Izquierdo, Winchy Álvarez, Coco Sayas,
Deacon Jones, Orestes Hernández, René Paredes y Duncan Campbell, formaban parte
de mi constelación de estrellas. Lo siguen siendo.
El béisbol nos hacía vibrar, incluso llegué a llorar a varias veces ante
las derrotas de mi equipo. Como estaba prohibido desvelarme encargaba a mi
madre que continuara oyendo el juego. En cuanto me levantaba salía en su
búsqueda para saber quién había ganado. Su alcahuetería era única. Siempre
accedió a escuchar las partidas, incluso esperar que terminase el juego cuando
iban a extraining. Mientras tanto seguía escuchando que Toño hubiese llegado a
la profesional si se lo hubiera propuesto. Nunca oí hablar de otro jugador que
hubiese logrado tanta simpatía entre la fanaticada local.
Los sueños de todo jugador era tratar de escalar esa cima. En sentirse
reverenciado por sus seguidores. Por enésima vez Octavio Gallardo, un lanzador
discreto, sentenció que Toño se había desperdiciado. Se le pasó el tiempo. Si
se hubiera empeñado ahora Chontales contaría con un representante del calibre
de cualquier jugador profesional. Entonces reparé en su figura. Me parecía
pequeño, muy pequeño como para haberse creado un mito a su alrededor, tenía un
modito raro para caminar. Eduardo León "Caimito", evoca su grandeza.
Con aplomo el lanzador estelar de la Décima Compañía afirma: "Cuando Toño cogía base era seguro que
anotaba. Corría como endemoniado". Eduardo seguirá creyendo hasta donde
le alcance la vida que Toño es el mejor jugador que ha tenido Chontales en
todos los tiempos. Jugó todas las posiciones y fue un pícher inigualable.
Cuando lo vi jugar segunda comprendí que si no jugaba otra posición era
porque su brazo no daba para más. Sus giros de cintura buscando la doble
matanza eran rápidos. Cubría un amplio espacio y sus piernas todavía
respondían. Varias veces lo vi robar las almohadillas. Toño tenía un juego
alegre. Se divertía jugando. Fue cuando empecé a interrogarme. ¿Si Toño era
demasiado bueno por qué nadie se preocupó por empujarlo viajar a Managua y ratificar
su calidad? ¿A qué se debió que él tampoco se empeñara por dar el salto e ingresar
a la profesional? ¿Sería que temía no dar la talla? ¡Imposible! Todos aseveran
lo contrario. ¿Cómo explicar que diera las espaldas al sueño de todo jugador nicaragüense?
Debió haberse ido.
Vivía a una cuadra de su casa y cada vez que iba para la escuela sobre
la calle Palo Solo dirigía la mirada hacia dentro, con la intención de verlo.
Sentía admiración por las hazañas que contaban había realizado destacándose como
el mejor. ¿Será que no se fue para no dejar sola a la Dora? Años después vi
lanzar dos juegos consecutivos a su hermano Napoleón y en ambos salió
victorioso. Napo pichó dieciocho entradas completas. Tiraba pedradas. ¿Noventa
millas? Parecía una máquina. Nunca se cansaba. Un atleta como pocos. Saltaba la
garrocha. Competía en los cien metros planos. Corría los cinco kilómetros, desde
El Salto hasta el campo de béisbol en los predios del Instituto Nacional de
Chontales. Por tratar de ganar una competición intercolegial se desencajó el
cuello. Anduvo mucho tiempo con un aparato ortopédico.
Napo se divertía de lo lindo como lo hacía Toño, tirando pelotas hacia
el plato sin asomos de agotamiento. Con tal de ganar a los managers no le
importaba mantenerlos en el box. Eso era lo único que importaba. Eran mata
pícheres como dicen algunos iluminados. No existía ninguna regla que
estableciese límites para proteger a los lanzadores.
Toño continúa siendo objeto de conjeturas. En el parque los más viejos
siguen contando sus hazañas. Inevitablemente desembocan en lamentos. ¡Qué
bruto! ¡Cómo no recapacitó! ¡Toño era un diamante! Todos los que lo vimos jugar
sabemos que le sobraba madera para instalarse en la profesional. ¡Uf! se hubiese
destacado. Ya ven con lo bueno que era Napo no le hacía sombra. Cualquier
equipo lo hubiese contratado. ¡Aquí nunca tendremos otro pelotero como Toño! De seguro hubiese sido big laguer. Fue un tonto. Ahorita
sería miembro del Salón de la Fama Nicaragüense. Todos viajaríamos a Managua con
nuestros hijos para verlo luciendo su traje de pelotero. Con sus ojillos
inquietos y la manopla sostenida sobre la cadera izquierda. Debo decirles que cada
vez que escucho su nombre repito que a mí me hubiese gustado que jugara con el
León.
Estoy seguro que los jugadores de Los
Toros han escuchado más de alguna vez su nombre o han leído con respeto la
placa en el Estadio Carlos Guerra
Colindres, donde aparece su nombre junto al de Eduardo León y demás glorias
chontaleñas. Si no ha sido así díganles a sus abuelos que les cuenten su
historia. Si no la saben indaguen entre sus vecinos. Si estos no saben
responderles acérquense una noche al Parque Central e interroguen a los
contertulios más viejos quién era Toño Ugarte. Saldrán convencidos que ha sido
el pelotero más completo que ha tenido Chontales a través de la historia. Toño
encarna el mito y los mitos tienden a crecer y multiplicarse. Continúan
repitiéndose de boca en boca hasta el final de los tiempos. Creo que se cuidaba
más Humberto, mi hermano entrañable, y esto que nunca aspiró llegar a la
profesional. O tal vez no quiso repetir el error de Toño y por eso pensó que debía
cuidar sus manos.
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