“En la civilización del espectáculo,
el cómico es el rey”
Mario Vargas Llosa
¿Obtenido
el Nobel de Literatura, que obstáculo podría frenar a Mario Vargas Llosa, para
escribir una requisitoria aguda, profunda, filosa y desmitificadora del
presente? La civilización del espectáculo
(2012), ajusta cuentas con la banalización de la cultura propiciada por el
advenimiento y primacía de la imagen y la metamorfosis a que ha sido sometido
este concepto. Su caracterización de lo que acontece en el ámbito cultural constituye
un parte aguas con las otras formas de nombrar el cambio de época al que
asistimos. Siguiendo la trayectoria marcada por Daniel Bell, Ernest Mandel,
Herbert Marcuse, Guy Debord, Eugene Brzezinski, Manuel Castells, destaca las
mutaciones provocadas por la revolución científico-técnica, que tiene su barco
de proa en el mundo de tecnologías de comunicación, Vargas Llosa insiste por el
lado de la cultura. Su enfoque se concentra en el impacto desmesurado en lo que
se ha entendido por cultura, degenerándola en simple espectáculo.
Después de
haber exaltado al mercado como absoluto y árbitro imprescindible, termina
asestándole una bofetada. Lejos quedaron sus anatemas contra quienes defendieron
la cláusula de la excepción cultural. Dejó de pensar que el mercado posee la
virtualidad de decidir que es bueno o malo en materia cultural. La defensa que
formula de la denominada alta cultura, se debe a su trascendencia en las otras
formas de definir la cultura. Se escandaliza de las confusiones generadas entre
cultura mundo y cultura de masas. Su visión empalma con la del norteamericano Robert
Foster Wallace, para quien la diferencia entre los escritores del presente con
los del pasado, es que estos además de
adquirir un compromiso estético, asumían un compromiso ético. Wallace formula
su tesis en el análisis fecundo que realiza sobre la obra de Dostoievski. En
iguales términos juzga Vargas Llosa las producciones del ruso Tolstoi, el
alemán Thomas Mann, el irlandés James Joyce y el norteamericano William
Faulkner.
Toma nota
del análisis emprendido por el sociólogo francés Fréderic Martel. Acredita las
constataciones que hace en Cultura
Mainstream (2010), al registrar una realidad que ni la sociología ni la
filosofía habían encarado. Se distancia al creer Martel que la cultura
mainstream o cultura del gran público ha democratizado la cultura,
arrebatándola a una minoría que la monopolizaba. Para Martel las actividades
intelectuales, artísticas y literarias murieron desde hace tiempo, aunque
sobrevivan en pequeños nichos sociales. Vargas Llosa estima que la diferencia
esencial es que la cultura del pasado pretendía trascender en el tiempo,
permanecer viva, mientras la cultura mainstream
ha sido fabricada para ser consumida al instante como papas fritas o popcorn.
Igual pasa con las telenovelas brasileñas y Shakira, no duran más tiempo que el
de su presentación. Textos y espectáculos se agotan en el acto. No hace
concesiones, desestima dos características esenciales de esta cultura: su
producción industrial masiva y su éxito comercial.
Desconozco
con que ojos verán los jóvenes el retrato siniestro que hace Vargas Llosa de la
época actual, estoy convencido que no les hará ninguna gracia, tampoco lo pretende,
solo realiza el diagnóstico de una cultura envuelta en celofán. Vargas Llosa
coincide con Anthony Guidens. En Un mundo
desbocado (1992) el inglés alude los cambios introducidos en el
comportamiento de los hacedores de televisión. Con la caída del muro de Berlín
(1989), los camarógrafos hicieron que los jóvenes que lo escalaban bajasen,
para que iniciaran de nuevo su ascenso puesto que las cámaras no captaban bien
el espectáculo que deseaban transmitir en vivo y directo a todo el planeta. Vargas
Llosa cita a Claudio Pérez, enviado especial de El País a la gran manzana, para dar cuenta de la crisis financiera
capitalista. Su crónica fechada el 19 de septiembre de 2008, dice que “los tabloides de Nueva York van como locos buscando
un bróker que se arroje al vacío desde uno de los rascacielos que albergan los
grandes bancos de inversión, los ídolos caídos que el huracán financiero va
convirtiendo en cenizas”.
Este
frenesí compulsivo permite definir la civilización del espectáculo. Los
fotógrafos, como aves de carroña, escrutan los rascacielos para mostrar en vivo
su muerte, solo les interesa el hecho convertido en espectáculo. Una cultura “donde en primer lugar en la tabla de
valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento,
es la pasión universal”. En esta definición se escuchan ecos del discurso
situacionista, el francés Debord había caracterizado el nuevo estadio como Sociedad del espectáculo, (1967). Vargas
Llosa se mofa se esta cultura al pretender igualar una ópera de Verdi, la
filosofía de Kant, con un concierto de los Rolling Stones y una función del
Circo Soleil. Cultura light, leve, ligera, fácil, una literatura cuyo único
propósito consiste en divertir. Critica el establishment por desalentar, en vez
de estimular a quienes escriben obras exigentes, textos que reclaman
concentración y esfuerzo de los lectores. Concluyente ratifica lo que todos ya
sabemos, “en la civilización de nuestros
días es normal y casi obligatorio que la cocina y la moda ocupen buena parte de
las secciones dedicadas a la cultura y que los chefs y los “modistos y
“modistas” tengan ahora el protagonismo que antes tenían los científicos, los
compositores y los filósofos”.
Condena la alcahuetería de los medios en estos cambios, la realizan de manera consciente, sus nexos con las grandes corporaciones financieras y mediáticas les inhibe jugar un rol diferente. La prensa sensacionalista, sostiene Vargas Llosa, nace corrupta. “En vez de rechazar las groseras intromisiones en la vida privada de las gentes, las reclama, pues ese pasatiempo, olfatear la mugre ajena”, creen que “hace más llevadera la jornada del puntual empleado, del aburrido profesional y la cansada ama de casa”. Un libro de una sola cara, controversial, con cierto deje absolutista, no por eso menos valiente, que generará polémicas por hacer afirmaciones sumamente discutibles y objetables. Un ensayo demoledor sobre los tiempos que corren, invita a la reflexión. Su evocación de Walter Benjamin y Karl Popper, un marxista y un liberal, resulta apropiada. En el momento que el desencanto y la desesperanza cunden y se apodera de muchos, ambos autores “por más que el aire se enrarezca y la vida no les resulte propicia, los dinosaurios pueden arreglárselas para sobrevivir y ser útiles en los tiempos difíciles”. ¡A su magisterio me acojo!
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