El inicio del encunetado y adoquinado en
Juigalpa fue para muchos el anuncio de una nueva era. La primera calle sometida
a los apremios de la modernización fue Palo Solo. Dieciocho años antes se había
iniciado la instalación de la tubería para llevar el agua potable a las casas. ¿No
debió plantearse al mismo tiempo la instalación del alcantarillado para el
desagüe de aguas residuales? El retraso con que entramos a la segunda década
del siglo veintiuno en materia de salud pública, ratifica que en Juigalpa las
autoridades nunca han tenido clara sus prioridades. Ni las actuales ni las de
antes. Debieron habérsele plantado al Ejecutivo. Mis alumnos en la universidad
creían que cuando hablaba de los “pon pon”
era la creación de una imaginación delirante. Solo los estudiantes llegados de
las regiones más remotas daban pábulo a mis afirmaciones. Todos reían gozosos
al hacer las descripciones de las profundidades que alcanzaban las letrinas. En
algunos hogares las hacían tan hondas que a nuestra edad –ocho años- daba miedo
asomarse al brocal.
Mientras doña Clotilde Díaz construía
su retrete, nos metíamos al patio para ver cuántos metros bajaba hacia el
centro de la tierra. Aprovechábamos el descuido de los obreros para lanzar
piedras y así calcular la profundidad que iba alcanzando. Creímos que saldrían
al otro lado del mundo. Encaramados sobre un tablón, los trabajadores extraían
baldes repletos de tierra. A veces se topaban con capas muy sólidas. La jornada
se volvía extenuante. Avanzaban bien lento. Afilaban a cada rato sus piochas y barras,
nunca utilizaron barrenos. La tierra acumulada la tiraban en la esquina del patio
de mi tía Josefa Villanueva. Debido a la inexistencia de botaderos había sido
convertido en basurero oficial. El solar quedaba a escasos cien metros de la
iglesia. Sus hedores salpicaban el vecindario. Los vientos esparcían la basura
hacia el centro de la ciudad. Existía una especie de acuerdo tácito entre mi
tía Josefa y las autoridades edilicias a quienes poco importaba su existencia.
En muchas casas pudientes los “pon pon” tenían cuatro tazas. Las diseñaban
según el tamaño de las nalgas de sus dueños. Con decirles que en algunos ni
siquiera intentábamos sentarnos por temor de escurrirnos hacia el fondo y morir
ahogados en mierda. En diversas ocasiones armamos concursos para premiar al culo
más educado. Nunca supe a quién se le ocurrió la idea. Sentados en el trono, en
una verdadera puja, expectantes, concentrábamos la atención para ver quien lo
hacía primero. Parecía que habíamos calibrado nuestros intestinos. ¡El golpe
avisa! El premio consistía en un par de caramelos que Fany robaba en la venta
de mi tía Rosibel. Al no ponernos de acuerdo sobre el vencedor, más de una vez
declaramos desierto el concurso. Entonces quebrábamos en pedacitos los
caramelos y los distribuíamos de manera equitativa. El excusado de las
Castrillo, una casita en miniatura, era seleccionado para la celebración de
estos certámenes. Nunca lo hicimos donde doña Comelia Castilla, pese a quedar
dentro de nuestro perímetro de juegos.
Después supimos que el viaje fraguado
al estilo Julio Verne, obedecía a que todos querían disponer de sumideros que de
ser posible durasen toda una vida. El tiempo ha venido a darles la razón. El
primer retrete del que guardo recuerdo estaba ubicado en la casa que albergaba
al Instituto Nacional de Chontales, donde hoy es el Hotel Mayales, quedaba en
el fondo del patio, un banco con dos pequeñas tazas de madera. Como no estaba
iluminado a nadie se le antojaba ir de noche. Creo que este fue un tropiezo que
enfrentó la mayoría de los hogares juigalpinos. Tampoco tengo claro cómo no se
enfermaban si tomaban agua del pozo que quedada a pocos metros del “pon pon”. En mi vecindario casi todas disponían
de ojos de agua. Muchas veces ni siquiera tomaban el cuidado de ponerles tapas
de madera. De cuando en vez les echaban baldes de agua con creolina. ¿Cómo
hacíamos para modular nuestros estómagos como si se tratara de una orquesta? No
lo sé.
Las lluvias anegaban el barrio.
Alcanzaban su mayor velocidad frente a doña Minar Cruz, y luego penetraban por
la esquina en casa de mi tía Rosibel. En invierno nos íbamos a bañar a escasos
metros del basurero de mi tía Josefa, en los límites del predio de don Fernando
y doña Alba Montiel. Las aguas se deslizaban a orillas del pozo Calicanto y se
estancaban en el patio de Ángel María, para luego caer en el Mayales. Para
rehabilitar la calle tuvieron que hacer ese enorme muro. Desde la altura se
aprecia todavía el hueco donde varias generaciones iban a chapalear aguas
lodosas sin temer sus consecuencias. Una sola vez nos zambullimos en ese lugar.
Jorge Eliécer y yo la pagamos caro. Mi madre nos fue a sacar a las seis y media
de la mañana. Nos hizo caminar desnudos hasta la esquina del instituto. Una
vergüenza que todavía no supero, pese haber recibido el golpe a los cinco años
de edad. Tampoco puedo hacerme de la vista gorda ante la carencia de un sistema
de alcantarillado en Juigalpa. Un tema de salud pública que exige respuesta
inmediata.
Para sortear el infortunio en casas,
centros de negocios, restaurantes, bares y discotecas, han construido pozos
sépticos. La indolencia de las autoridades edilicias y de salud nunca ha sido
confrontada. Las aguas siguen escurriéndose por las calles de Juigalpa. Ningún
alcalde se ha interesado en poner fin al drama. En algunos tramos el hedor es
permanente. Se encharcan frente a las instalaciones centrales de Claro y el
Templo Evangélico. Hay que caminar con cuidado para que los carros no salpiquen
tus ropas. La mortificación se repite en el trecho que baja desde donde don
Leovigildo Jarquín hasta la esquina de doña Pastorcita Díaz. Las aguas hacen un
remanso en la esquina de Mongrío. Las
ondulaciones del adoquinado entre los Figueroa Escobar y Ortega Castillo,
retienen las aguas y la fetidez subsiste. Igual pasa en las esquinas de don
Pancho Ramírez, Rafael Acevedo, René Meneses, Biblioteca Municipal, etc. ¿De
qué adelanto hablamos? La expansión comercial por sí misma no es indicador de
progreso.
Los inodoros los descubrí en la
capital. Para mí fue una novedad jalar la cadena y ver como el agua se tragaba
la mierda arrastrándola hacia el Lago Xolotlán. Una cagada mayor de la que los
Managua ni nosotros nos hemos podido librar. ¿Será así por los siglos de los
siglos? Amén.
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