martes, 1 de mayo de 2012

Confesiones al pie del desván




¿Cómo será la lectura que emprenden los psiquiatras y psicólogos ante una obra escrita deliberadamente para que sus personajes confiesen sus grandezas y miserias? ¿Una aventura un tanto distinta a la nuestra? ¿Qué verán ellos que no vemos nosotros?  Me formulo estas interrogantes después de atravesar mares y desiertos, cumbres empinadas y fosos profundos, titubeos y rencores que animan y calcinan la vida de diez mujeres, reunidas por primera y única vez por su psiquiatra, con el ánimo de compartir sus respectivas historias con la certeza que sus heridas empiezan a sanar a partir del momento que rompen el silencio. Segismundo Freud emprendió un camino similar en sentido inverso. Se metió a escudriñar la obra del Cisne de Avon, para concluir que William Shakespeare se había adentrado en las profundidades de la psique humana, hasta donde él no había logrado penetrar con el bisturí del psicoanálisis.

Marcela Serrano a sus Diez mujeres (2011), las sienta en el desván para que cada una confiese sus temores, animadversiones, aciertos, caídas y recaídas. Cierra el ciclo de su sanación, juntándolas con el propósito que se conozcan y expresen en voz alta, las razones y sinrazones por las cuales habían requerido de su paciente y cuidadosa labor terapéutica. Este recurso permite a Serrano narrar en primera persona los sinsabores que las acosan. Una modalidad estilística que facilita a la autora contar historias. Su habilidad consiste en dotarlas de voz propia, según sus experiencias de vida, procedencia social y formación académica. No hay coro aunque las voces se multipliquen, caso contrario no hubiese logrado construir el sólido andamiaje de la novela. Cada una desahoga sus penas desde sus múltiples heridas, ámbitos sociales, prácticas y rutinas laborales. Sus giros lingüísticos son distintos. Se mueven en universos diferentes. Las hermana la desdicha y el desasosiego.

Como reconoce Luisa, uno de los personajes más entrañables, hablar “nos va hacer bien”. Todas están conscientes que para lograr su cura deben airear las cosas que duelen. Mi complicidad con Luisa es absoluta. Una campesina llegada del sur a Santiago. Como las mariposas, la luz cegadora de la capital la atrajo a su trampa. Llega al consultorio de Natasha buscando remedio para su mal, la desaparición forzada de Carlos, el dirigente obrero consecuente con sus principios políticos lucha por el cambio, levantado en vilo de su cama empijamado por los militares que hacen coro a la satrapía de Pinochet. Marcela Serrano logra un retrato similar, aunque en muchísima menor escala, al que dibuja Tomás Eloy Martínez en Purgatorio (2008) con la que cierra su prodigiosa obra literaria. En Argentina y Chile las madres todavía indagan angustiadas el paradero de esposos, hijos, hermanos desaparecidos. Como no acompañar a Luisa en su sufrimiento. ¿Podrá restañarse algún día este dolor?

También me siento emparentado con Guadalupe. Obligada por su madre va donde Natasha. La envía como conejilla de indias, para que analice su lesbianismo, una situación que según ella la hace “demasiado distinta al resto de las mujeres”. Su relato me sobrecoge. Aunque quieran torcer el rumbo de sus preferencias sexuales, persevera. Un padre comprensivo le pregunta si se había acostado alguna vez con un hombre, ante su respuesta negativa le increpa, “No decidas que prefieres vainilla si no has probado chocolate”. Incomprendida se hacía pasar por alguien que no era. Con razón exclama que entre los diversos tipos de discriminación que hay en el mundo, ninguno como el que sufren las lesbianas. La decisión de Serrano me enternece. Presta voz y argumentos para que Guadalupe expurgue sus inseguridades por haber nacido distinta. Cuando Ximena le pregunta si ha pensado capitular ante tanta hostilidad, Yo no me rindo, responde.

Ana Rosa y Layla viven atormentadas por un mismo trauma. Las dos víctimas de violación. La primera por parte de su abuelo y la segunda por tres soldados israelíes. Puntualiza sus penas con palabras parecidas con las que define Hamlet el acto de pensar. Al evocar el suplicio a que fue sometida por los jóvenes judíos, expresa que “recordarlo todo es equivalente a tomar un cuchillo cada mañana y rebanarse distintas partes del cuerpo con su filo”. ¿Cómo pretender que Layla acepte gustosa el hijo nacido de la violación? Echada de casa por su padre debido a que no era capaz de criar un bastardo, su dolor se multiplica. Durante su última sesión dispara ráfagas contra “niños y niñas medio estúpidos a quienes les gusta el periodismo porque creen que los llevará a la tele”. Serrano desliza sin contemplaciones uno de los juicios más severos contra Chile, “uno de los países más clasistas y racistas del mundo”. Un anatema que redime la condición de proscrita de Layla.

El contrapunto del lenguaje acampesinado de Luisa, adquiere otro resplandor a través de Simona, culta, educada, cargada de una beatería lingüística que entrados los años juzga inadecuada. En el colegio de niñas ricas donde asistió en su adolescencia, “vivíamos saturadas de escrúpulos morales inútiles”. La autocrítica incluye la pobreza del vocabulario de su clase social. Una coerción social severa deja demasiadas cosas sin nombrar. Creció sin saber qué hacer con el fuego que consumía sus entrañas. Calenturas, opta por llamar al llamado imperativo de la carrne. Jamás se le hubiera ocurrido no llegar virgen al matrimonio. Serrano pasa revista sobre el entramado social chileno, estrujando la doble moral expresada a través del doble lenguaje al que recurre Simona. Uno en la universidad y otro en casa. Demasiadas melindrosas, los genitales carecían de nombres. Un tema que sigue apasionándome. Las palabras que aluden el sexo convertidas en auténticos tabúes.

Me conmueve Francisca víctima del egoísmo de su madre. La más feliz de todas, Juana, pese a sus grandes desdichas, tuvo una vida afectiva plena, aún cuando no conoció a su padre y quedó igualmente embarazada por un hombre que no la merecía. Mané fue presa de sus propios fantasmas y Andrea no sabe cómo congeniar con la fama, una adicción que la constriñe y separa del mundo. Ernesto Sábato define a los escritores como monotemáticos. Un solo tema consume sus vidas, lo quieran o no, en cada creación sacan a flote sus obsesiones, hablan a través de sus personajes. Se vengan de sus adversarios, citan a sus escritores más queridos, la arremeten contra quienes adversan o no quieren. Conocedor del oficio, Vargas Llosa sostiene que toda obra de ficción es un acto de striptease. No menos certero, Freud, basa todo su sistema catártico en la magia de las palabras. Al juntar a todas sus pacientes y ponerlas hablar, no solo Natasha se siente bien. Creo que desde entonces Marcela Serrano duerme mejor.             

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