¿Cómo será
la lectura que emprenden los psiquiatras y psicólogos ante una obra escrita deliberadamente
para que sus personajes confiesen sus grandezas y miserias? ¿Una aventura un
tanto distinta a la nuestra? ¿Qué verán ellos que no vemos nosotros? Me formulo estas interrogantes después de atravesar
mares y desiertos, cumbres empinadas y fosos profundos, titubeos y rencores que
animan y calcinan la vida de diez mujeres, reunidas por primera y única vez por
su psiquiatra, con el ánimo de compartir sus respectivas historias con la
certeza que sus heridas empiezan a sanar a partir del momento que rompen el
silencio. Segismundo Freud emprendió un camino similar en sentido inverso. Se
metió a escudriñar la obra del Cisne de Avon, para concluir que William
Shakespeare se había adentrado en las profundidades de la psique humana, hasta donde
él no había logrado penetrar con el bisturí del psicoanálisis.
Marcela
Serrano a sus Diez mujeres (2011), las
sienta en el desván para que cada una confiese sus temores, animadversiones, aciertos,
caídas y recaídas. Cierra el ciclo de su sanación, juntándolas con el propósito
que se conozcan y expresen en voz alta, las razones y sinrazones por las cuales
habían requerido de su paciente y cuidadosa labor terapéutica. Este recurso permite
a Serrano narrar en primera persona los sinsabores que las acosan. Una modalidad
estilística que facilita a la autora contar historias. Su habilidad consiste en
dotarlas de voz propia, según sus experiencias de vida, procedencia social y
formación académica. No hay coro aunque las voces se multipliquen, caso
contrario no hubiese logrado construir el sólido andamiaje de la novela. Cada
una desahoga sus penas desde sus múltiples heridas, ámbitos sociales, prácticas
y rutinas laborales. Sus giros lingüísticos son distintos. Se mueven en
universos diferentes. Las hermana la desdicha y el desasosiego.
Como
reconoce Luisa, uno de los personajes más entrañables, hablar “nos va hacer bien”. Todas están
conscientes que para lograr su cura deben airear las cosas que duelen. Mi
complicidad con Luisa es absoluta. Una campesina llegada del sur a Santiago.
Como las mariposas, la luz cegadora de la capital la atrajo a su trampa. Llega
al consultorio de Natasha buscando remedio para su mal, la desaparición forzada
de Carlos, el dirigente obrero consecuente con sus principios políticos lucha
por el cambio, levantado en vilo de su cama empijamado por los militares que
hacen coro a la satrapía de Pinochet. Marcela Serrano logra un retrato similar,
aunque en muchísima menor escala, al que dibuja Tomás Eloy Martínez en Purgatorio (2008) con la que cierra su prodigiosa
obra literaria. En Argentina y Chile las madres todavía indagan angustiadas el
paradero de esposos, hijos, hermanos desaparecidos. Como no acompañar a Luisa
en su sufrimiento. ¿Podrá restañarse algún día este dolor?
También me
siento emparentado con Guadalupe. Obligada por su madre va donde Natasha. La
envía como conejilla de indias, para que analice su lesbianismo, una situación que
según ella la hace “demasiado distinta al
resto de las mujeres”. Su relato me sobrecoge. Aunque quieran torcer el
rumbo de sus preferencias sexuales, persevera. Un padre comprensivo le pregunta
si se había acostado alguna vez con un hombre, ante su respuesta negativa le
increpa, “No decidas que prefieres
vainilla si no has probado chocolate”. Incomprendida se hacía pasar por
alguien que no era. Con razón exclama que entre los diversos tipos de
discriminación que hay en el mundo, ninguno como el que sufren las lesbianas.
La decisión de Serrano me enternece. Presta voz y argumentos para que Guadalupe
expurgue sus inseguridades por haber nacido distinta. Cuando Ximena le pregunta
si ha pensado capitular ante tanta hostilidad, Yo no me rindo, responde.
Ana Rosa y
Layla viven atormentadas por un mismo trauma. Las dos víctimas de violación. La
primera por parte de su abuelo y la segunda por tres soldados israelíes. Puntualiza
sus penas con palabras parecidas con las que define Hamlet el acto de pensar. Al
evocar el suplicio a que fue sometida por los jóvenes judíos, expresa que “recordarlo todo es equivalente a tomar un
cuchillo cada mañana y rebanarse distintas partes del cuerpo con su filo”.
¿Cómo pretender que Layla acepte gustosa el hijo nacido de la violación? Echada
de casa por su padre debido a que no era capaz de criar un bastardo, su dolor
se multiplica. Durante su última sesión dispara ráfagas contra “niños y niñas medio estúpidos a quienes les
gusta el periodismo porque creen que los llevará a la tele”. Serrano
desliza sin contemplaciones uno de los juicios más severos contra Chile, “uno de los países más clasistas y
racistas del mundo”. Un anatema que redime la condición de proscrita de
Layla.
El
contrapunto del lenguaje acampesinado de Luisa, adquiere otro resplandor a
través de Simona, culta, educada, cargada de una beatería lingüística que
entrados los años juzga inadecuada. En el colegio de niñas ricas donde asistió
en su adolescencia, “vivíamos saturadas
de escrúpulos morales inútiles”. La autocrítica incluye la pobreza del
vocabulario de su clase social. Una coerción social severa deja demasiadas
cosas sin nombrar. Creció sin saber qué hacer con el fuego que consumía sus
entrañas. Calenturas, opta por llamar al llamado imperativo de la carrne. Jamás
se le hubiera ocurrido no llegar virgen al matrimonio. Serrano pasa revista
sobre el entramado social chileno, estrujando la doble moral expresada a través
del doble lenguaje al que recurre Simona. Uno en la universidad y otro en casa.
Demasiadas melindrosas, los genitales carecían de nombres. Un tema que sigue
apasionándome. Las palabras que aluden el sexo convertidas en auténticos
tabúes.
Me
conmueve Francisca víctima del egoísmo de su madre. La más feliz de todas, Juana,
pese a sus grandes desdichas, tuvo una vida afectiva plena, aún cuando no
conoció a su padre y quedó igualmente embarazada por un hombre que no la
merecía. Mané fue presa de sus propios fantasmas y Andrea no sabe cómo
congeniar con la fama, una adicción que la constriñe y separa del mundo.
Ernesto Sábato define a los escritores como monotemáticos. Un solo tema consume
sus vidas, lo quieran o no, en cada creación sacan a flote sus obsesiones,
hablan a través de sus personajes. Se vengan de sus adversarios, citan a sus
escritores más queridos, la arremeten contra quienes adversan o no quieren. Conocedor
del oficio, Vargas Llosa sostiene que toda obra de ficción es un acto de
striptease. No menos certero, Freud, basa todo su sistema catártico en la magia
de las palabras. Al juntar a todas sus pacientes y ponerlas hablar, no solo
Natasha se siente bien. Creo que desde entonces Marcela Serrano duerme mejor.
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