martes, 15 de mayo de 2012

Disputas culinarias


A mi madre, María Elba Villanueva













La cocina y sus ingredientes han venido a ocupar un lugar prominente en la determinación de la identidad cultural. Sobre este anchuroso océano navega Jaime Wheelock Román. Dueño de una visión totalizante, con ánimo revelador elabora un ensayo integral donde nada queda fuera de su escrutinio histórico-etnológico. La comida nicaragüense (1998), como lo reconoce Carlos Mántica, constituye “un inmenso depósito donde podemos escarbar nuestras raíces y saborear capítulos olvidados de nuestro ancestro cultural”. Ya antes José Coronel Urtecho con cierto deje irónico en Elogio de la cocina nicaragüense  nos hacía ver que “dice más sobre la historia de Nicaragua un silencioso nacatamal que todas las páginas de don José Dolores Gámez sobre la colonia”, (Reflexiones sobre la historia de Nicaragua, 2001).

Las disputas culinarias levantan polvo y generan animadversiones. Los pueblos sienten orgullo por los distintos platos que preparan en sus cocinas, ateniéndose a viejas recetas o nuevos preparos surgidos de su inspiración. Un rivense jamás admitirá que las rosquillas de Somoto son mejores que las suyas, aunque los viejanos piensen todo lo contrario. Las suyas son únicas. No hay manera de ponerles de acuerdo. Apuestan que su textura es mejor y la diferencia de colores entre una rosquilla y otra se debe a la originalidad de sus recetas. El tema me acosa desde que los camoapas protestaron cuando afirmé que el Morir soñando era un preparado especial cuya originalidad se debía al ingenio de Manuel Miranda. Armaron una alharaca que me llevó a constatar que tenían toda la razón, sin obviar que la autoría primigenia del brebaje se debe a un chontaleño.

Demetrio Picado, el cantinero de Camoapa, quedó consagrado para siempre en la obra de Wheelock Román. La receta que incorporó en el texto le fue proporcionada por el químico lugareño. Los juigalpinos por mucho que corroboremos el dato, siguen sosteniendo que el Morir soñando tiene hundidas las raíces en sus fiestas patronales. Para disipar dudas el Comité de las Fiestas Agostinas (2011), lo distribuyó embotellado entre los asistentes a estas celebraciones. El proceso de elaboración de ambas combinaciones es diferente. El de Camoapa es a base de maíz y el de Juigalpa de caña de azúcar. En Nicaragua, el queso chontaleño es el mejor del país. Tanto que en algunos mercados capitalinos y en ciertos expendios se oferta “queso chontaleño”, elaborado quien sabe dónde. En relación al queso chontaleño no caben dudas, en torno a los mejores quesillos, las apreciaciones se dividen y las disputas persisten.

Después que los nagaroteños decidieron preparar el quesillo más grande del mundo, con el propósito expreso de entrar en los Guiness record, las querellas empeoraron. Adujeron que nadie les hacía sombra. Ni siquiera los de La Paz Centro. Para un chontaleño sostener esta tesis constituye una herejía, una especie de blasfemia. Solo quien no haya probado un quesillo chontaleño elaborado en Santo Tomás, se atrevería hacer semejante afirmación, sostienen los santo tomasinos. Incluso alegan que la leche con que preparan los quesillos de Nagarote y La Paz Centro, llega de Chontales. Para ellos no alcanzan el sabor y la exquisitez de los chontaleños, debido a la calidad de la crema y la mantequilla con que son sazonados. ¿Existirá alguna forma de acercar posiciones? No lo creo. Nadie cede un palmo.

En algunos lugares de Miami, donde millares de nicaragüenses han migrado, llevando a tuto la patria estomacal, según la metáfora feliz de Lizandro Chávez Alfaro, los letreros ofertan la venta de quesos chontaleños. No pude ver ni uno solo que anuncie quesos de otro lugar de Nicaragua. En cambio pude leer diversos anuncios vendiendo quesillos de Nagarote como de Chontales. Esa astilla basta para comprender que las disputas sobrepasan el territorio nacional. En la Costa Caribe ocurre un fenómeno parecido. En Bilwi no hay quien admita que el rondón que preparan en Bluefields sea mucho más gustoso que el elaborado por ellos. En Masatepe siguen sosteniendo que el mejor mondongo de Nicaragua se come en esta ciudad. Un juicio similar vierten en torno a la tamuga. Los lugareños sienten que nadie les pisa la lengua. ¿Una verdad inobjetable? Los leoneses apuestan que como sus sopas ninguna.

Uno podría suponer que el mejor pescado se come en Corinto, San Juan del Sur, Bilwi o Bluefields, bajo el axioma “pescado solo en puerto”. La verdad es que el pescado sin espinas de Tipitapa, continúa siendo el más cotizado. En ciertos restaurantes lo hacen idéntico. Una manera explícita de reconocer lo gustoso de su salsa y lo fácil que resulta comerlo extrayendo sus espinas. En mi niñez, cuando íbamos de regreso a Juigalpa, nuestro padre nos invitaba a comer pescado, podíamos escogerlo entre las decenas que nadaban en una pileta del restaurante Las Silva. La misma disputa existe en torno al café. Café de palo, enfatizan los norteños. Un matagalpino jamás va aceptar que el mejor café que se bebe en Nicaragua es jinotegano o a la inversa. Mientras las discusiones persisten, con aire de yo no fui, en Dipilto afirman que como su café no hay dos. En Ocotal las calabazas y las montucas solo ellos saben prepararlas. Las montucas son reclamadas también por los estelianos.

Los leoneses ríen cuando escuchan que los granadinos sirven el mejor vajo. ¡Puras locuritas! ¡El vajo, las morongas y las enchiladas leonesas no admiten parangón! Lo mejor que tienen los granadinos es el vigorón y eso que la yuca es de Masaya. ¿No ha escuchado usted que a los masayas les llaman come yucas? ¿Cómo zanjar las diferencias? ¿Las rivalidades políticas entre leoneses y granadinos continúan por esta vía? Para nuestra suerte el pinol, el pinolillo y el gallo pinto, están lejos de estas disputas. Con lo caro que están los frijoles y el arroz, solo en pocos sitios saben preparar nuestro plato mayor. Ni en las fritangas puede comerse un buen gallo pinto. Los frijoles ralean, no saben freírlos. El gallo pinto que sirven en la Costa Caribe, preparado a base de coco, tiene un gusto especial, delicioso al paladar. Lástima que en algunos lugares han dejado de hacerlo de esta manera. Las Güirilas El Tata, en el Km. 62 de la carretera al Rama, son las mejores, nada comparables con las del Empalme de Sébaco. También ofrecen chicha, posol, tiste, pinol y pinolillo, preparados por Octavio Toledo, afirman orgullosos chontaleños y boqueños.


 No sé de qué manera expresarlo. Como acto de justicia o como un sentido reclamo. El mejor nacatamal que me he comido en los últimos años, lo comí en Miami. ¿Será que para evitar el desarraigo y mostrarse fieles a sus ancestros, los nicas se esmeran por darles el punto que les daban sus mayores, antes que los empacaran y  fabricaran en serie, para venderlos refrigerados en los supermercados? No creo en definiciones esencialistas. Introducirle al nacatamal dos ciruelas o tres pasas, no los universaliza, como piensan algunos mequetrefes. Todo está sujeto a cambios. Nuevas combinaciones darán como resultado nuevos platos, otras chanfainas.        

martes, 1 de mayo de 2012

Tomás, orfebre de la palabra


1981, Tomás Borge, Guillermo Rothschuh Villanueva, Danilo Aguirre

La primera vez que leí un texto de Tomás quedé convencido que era un poeta en todo el sentido de la palabra. Ni siquiera lo leí a hurtadillas, la edición mimeografiada de Carlos, el amanecer dejó de ser una tentación, circulaba de mano en mano en los corrillos universitarios. Burló la censura de sus carceleros y camino por el mundo con luz propia. Escrito en un estilo que después se volvería inconfundible para mí, rendía tributo a la trayectoria ejemplar de un hombre que había tenido el acierto de descubrir a Sandino, en los bajos de las catacumbas. Sostenido por una tersura poética, las metáforas salían a su encuentro. Delicado tejido para tan alto ideal, la historia del movimiento sandinista y las acciones concretas para redimir Nicaragua del oprobio somocista, impulsadas bajo la terquedad indeclinable de Carlos Fonseca, florecían en cada una de sus páginas.


La captura de Tomás en la Colonia Centroamérica y las fotografías posteriores en La Prensa, mostraban el filo de sus huesos. Esposado a una cama del Hospital Militar, lo habían llevado para reponerse de la huelga de hambre que se había impuesto. Desde 1975 su nombre, junto con el de Germán Pomares y Modesto, formaban parte de la leyenda que se tejía alrededor de los guerrilleros sandinistas. Las plazas fueron el lugar de su consagración definitiva. Tenía la gracia de generar empatía entre las multitudes. A gritos pedían que hablara porque la claridad de su voz y la elocuencia de sus palabras servían de calmantes para sus nervios o eran lo suficientemente convincentes para definir las tareas que correspondía desarrollar en los primeros días del proceso revolucionario. Nadie brilló tanto como lo logró Tomás al hacer contacto con las muchedumbres.


Sentía una devoción especial por los poetas y escritores. A muchos parecía una herejía que el ministerio bajo su mando invitase a Julio Cortázar, Juan Gelman, Eduardo Galeano, Claribel Alegría, para que hablasen a la tropa. El mejor homenaje que pudo tributarle Mario Vargas Llosa, cuando llegó a Nicaragua a tomarle el pulso a la revolución para sentarla en el banquillo de los acusados, fue reconocer el goce que sentía Tomás, al agarrar por el cuello a las palabras, someterlas al fuego purificador de su verbo, para luego soltarlas como estrellas fugaces. En su firmamento solo la poesía no tenía límites. Amó al pueblo con amor de poeta y se entregó a la revolución con amor de hombre. Dos formas de expresar una misma pasión. Era capaz de besar la luna y estrujar el sol, en una mañana de verano o en una noche de invierno.




Nada le deparó más tristeza que la crítica acerva de sus compañeros, por haber homenajeado al poeta Pablo Antonio Cuadra. Cuando la distancia entre Tomás y Pablo era gigantesca, para rumiar su dolor dispuso incluir en el calendario del Ministerio del Interior, un poema del disidente y crítico acérrimo de la revolución. Jamás lo van a entender, me expresó. Con ese gesto evitó la angustia de condenar a un hombre cuya poesía pertenecía y pertenece a todos los nicaragüenses. En son de broma decía que esa era una forma de expropiar la poesía de PAC. Cortaba a trazos sus discursos, limaba sus aristas, pulía una y otra vez las palabras, buscaba el verbo adecuado hasta encontrarlo agazapado en los rincones de la tarde. Luego lanzaba sus palabras al viento, porque estaba persuadido que el pueblo las atrapaba gozoso entre sus redes, como quien caza mariposas de diversos colores.       


En los momentos más aciagos de la guerra supo conciliar intereses irreconciliables. En la celebración del Día de la Madre en Nicaragua, ante una plaza llena en la ciudad de León, con deje quejumbroso habló del dolor de las madres, quiso que sus palabras fuesen bálsamo derramado a sus pies. Contradijo el eslogan oficial que partía en dos el llanto de las madres, reconocían solo el dolor de las madres lineadas al lado de la revolución. Con voz clara y sin ambages afirmó que en la guerra solo había madres que lloraban a sus deudos. Ese era Tomás, impredecible y contradictorio como somos todos los seres humanos. Sentía en carne propia el dolor y el llanto por la sangre derramada. A veces vi en sus gestos la dulzura del gorrión y otras la ferocidad del león. Pasados los años la historia ser encargará de su juzgar y valorar su condición de hombre de Estado. Claro que se equivocó, pero tuvo el coraje de pedir perdón por sus errores y el de sus compañeros de ruta. 

Confesiones al pie del desván




¿Cómo será la lectura que emprenden los psiquiatras y psicólogos ante una obra escrita deliberadamente para que sus personajes confiesen sus grandezas y miserias? ¿Una aventura un tanto distinta a la nuestra? ¿Qué verán ellos que no vemos nosotros?  Me formulo estas interrogantes después de atravesar mares y desiertos, cumbres empinadas y fosos profundos, titubeos y rencores que animan y calcinan la vida de diez mujeres, reunidas por primera y única vez por su psiquiatra, con el ánimo de compartir sus respectivas historias con la certeza que sus heridas empiezan a sanar a partir del momento que rompen el silencio. Segismundo Freud emprendió un camino similar en sentido inverso. Se metió a escudriñar la obra del Cisne de Avon, para concluir que William Shakespeare se había adentrado en las profundidades de la psique humana, hasta donde él no había logrado penetrar con el bisturí del psicoanálisis.

Marcela Serrano a sus Diez mujeres (2011), las sienta en el desván para que cada una confiese sus temores, animadversiones, aciertos, caídas y recaídas. Cierra el ciclo de su sanación, juntándolas con el propósito que se conozcan y expresen en voz alta, las razones y sinrazones por las cuales habían requerido de su paciente y cuidadosa labor terapéutica. Este recurso permite a Serrano narrar en primera persona los sinsabores que las acosan. Una modalidad estilística que facilita a la autora contar historias. Su habilidad consiste en dotarlas de voz propia, según sus experiencias de vida, procedencia social y formación académica. No hay coro aunque las voces se multipliquen, caso contrario no hubiese logrado construir el sólido andamiaje de la novela. Cada una desahoga sus penas desde sus múltiples heridas, ámbitos sociales, prácticas y rutinas laborales. Sus giros lingüísticos son distintos. Se mueven en universos diferentes. Las hermana la desdicha y el desasosiego.

Como reconoce Luisa, uno de los personajes más entrañables, hablar “nos va hacer bien”. Todas están conscientes que para lograr su cura deben airear las cosas que duelen. Mi complicidad con Luisa es absoluta. Una campesina llegada del sur a Santiago. Como las mariposas, la luz cegadora de la capital la atrajo a su trampa. Llega al consultorio de Natasha buscando remedio para su mal, la desaparición forzada de Carlos, el dirigente obrero consecuente con sus principios políticos lucha por el cambio, levantado en vilo de su cama empijamado por los militares que hacen coro a la satrapía de Pinochet. Marcela Serrano logra un retrato similar, aunque en muchísima menor escala, al que dibuja Tomás Eloy Martínez en Purgatorio (2008) con la que cierra su prodigiosa obra literaria. En Argentina y Chile las madres todavía indagan angustiadas el paradero de esposos, hijos, hermanos desaparecidos. Como no acompañar a Luisa en su sufrimiento. ¿Podrá restañarse algún día este dolor?

También me siento emparentado con Guadalupe. Obligada por su madre va donde Natasha. La envía como conejilla de indias, para que analice su lesbianismo, una situación que según ella la hace “demasiado distinta al resto de las mujeres”. Su relato me sobrecoge. Aunque quieran torcer el rumbo de sus preferencias sexuales, persevera. Un padre comprensivo le pregunta si se había acostado alguna vez con un hombre, ante su respuesta negativa le increpa, “No decidas que prefieres vainilla si no has probado chocolate”. Incomprendida se hacía pasar por alguien que no era. Con razón exclama que entre los diversos tipos de discriminación que hay en el mundo, ninguno como el que sufren las lesbianas. La decisión de Serrano me enternece. Presta voz y argumentos para que Guadalupe expurgue sus inseguridades por haber nacido distinta. Cuando Ximena le pregunta si ha pensado capitular ante tanta hostilidad, Yo no me rindo, responde.

Ana Rosa y Layla viven atormentadas por un mismo trauma. Las dos víctimas de violación. La primera por parte de su abuelo y la segunda por tres soldados israelíes. Puntualiza sus penas con palabras parecidas con las que define Hamlet el acto de pensar. Al evocar el suplicio a que fue sometida por los jóvenes judíos, expresa que “recordarlo todo es equivalente a tomar un cuchillo cada mañana y rebanarse distintas partes del cuerpo con su filo”. ¿Cómo pretender que Layla acepte gustosa el hijo nacido de la violación? Echada de casa por su padre debido a que no era capaz de criar un bastardo, su dolor se multiplica. Durante su última sesión dispara ráfagas contra “niños y niñas medio estúpidos a quienes les gusta el periodismo porque creen que los llevará a la tele”. Serrano desliza sin contemplaciones uno de los juicios más severos contra Chile, “uno de los países más clasistas y racistas del mundo”. Un anatema que redime la condición de proscrita de Layla.

El contrapunto del lenguaje acampesinado de Luisa, adquiere otro resplandor a través de Simona, culta, educada, cargada de una beatería lingüística que entrados los años juzga inadecuada. En el colegio de niñas ricas donde asistió en su adolescencia, “vivíamos saturadas de escrúpulos morales inútiles”. La autocrítica incluye la pobreza del vocabulario de su clase social. Una coerción social severa deja demasiadas cosas sin nombrar. Creció sin saber qué hacer con el fuego que consumía sus entrañas. Calenturas, opta por llamar al llamado imperativo de la carrne. Jamás se le hubiera ocurrido no llegar virgen al matrimonio. Serrano pasa revista sobre el entramado social chileno, estrujando la doble moral expresada a través del doble lenguaje al que recurre Simona. Uno en la universidad y otro en casa. Demasiadas melindrosas, los genitales carecían de nombres. Un tema que sigue apasionándome. Las palabras que aluden el sexo convertidas en auténticos tabúes.

Me conmueve Francisca víctima del egoísmo de su madre. La más feliz de todas, Juana, pese a sus grandes desdichas, tuvo una vida afectiva plena, aún cuando no conoció a su padre y quedó igualmente embarazada por un hombre que no la merecía. Mané fue presa de sus propios fantasmas y Andrea no sabe cómo congeniar con la fama, una adicción que la constriñe y separa del mundo. Ernesto Sábato define a los escritores como monotemáticos. Un solo tema consume sus vidas, lo quieran o no, en cada creación sacan a flote sus obsesiones, hablan a través de sus personajes. Se vengan de sus adversarios, citan a sus escritores más queridos, la arremeten contra quienes adversan o no quieren. Conocedor del oficio, Vargas Llosa sostiene que toda obra de ficción es un acto de striptease. No menos certero, Freud, basa todo su sistema catártico en la magia de las palabras. Al juntar a todas sus pacientes y ponerlas hablar, no solo Natasha se siente bien. Creo que desde entonces Marcela Serrano duerme mejor.