A mi madre, María Elba Villanueva
La cocina y sus ingredientes han venido a ocupar un lugar prominente en la determinación de la identidad cultural. Sobre este anchuroso océano navega Jaime Wheelock Román. Dueño de una visión totalizante, con ánimo revelador elabora un ensayo integral donde nada queda fuera de su escrutinio histórico-etnológico. La comida nicaragüense (1998), como lo reconoce Carlos Mántica, constituye “un inmenso depósito donde podemos escarbar nuestras raíces y saborear capítulos olvidados de nuestro ancestro cultural”. Ya antes José Coronel Urtecho con cierto deje irónico en Elogio de la cocina nicaragüense nos hacía ver que “dice más sobre la historia de Nicaragua un silencioso nacatamal que todas las páginas de don José Dolores Gámez sobre la colonia”, (Reflexiones sobre la historia de Nicaragua, 2001).
Las
disputas culinarias levantan polvo y generan animadversiones. Los pueblos
sienten orgullo por los distintos platos que preparan en sus cocinas, ateniéndose
a viejas recetas o nuevos preparos surgidos de su inspiración. Un rivense jamás
admitirá que las rosquillas de Somoto son mejores que las suyas, aunque los
viejanos piensen todo lo contrario. Las suyas son únicas. No hay manera de
ponerles de acuerdo. Apuestan que su textura es mejor y la diferencia de
colores entre una rosquilla y otra se debe a la originalidad de sus recetas. El
tema me acosa desde que los camoapas protestaron cuando afirmé que el Morir soñando era un preparado especial
cuya originalidad se debía al ingenio de Manuel Miranda. Armaron una alharaca
que me llevó a constatar que tenían toda la razón, sin obviar que la autoría
primigenia del brebaje se debe a un chontaleño.
Demetrio
Picado, el cantinero de Camoapa, quedó consagrado para siempre en la obra de
Wheelock Román. La receta que incorporó en el texto le fue proporcionada por el
químico lugareño. Los juigalpinos por mucho que corroboremos el dato, siguen
sosteniendo que el Morir soñando
tiene hundidas las raíces en sus fiestas patronales. Para disipar dudas el
Comité de las Fiestas Agostinas (2011), lo distribuyó embotellado entre los
asistentes a estas celebraciones. El proceso de elaboración de ambas
combinaciones es diferente. El de Camoapa es a base de maíz y el de Juigalpa de
caña de azúcar. En Nicaragua, el queso chontaleño es el mejor del país. Tanto
que en algunos mercados capitalinos y en ciertos expendios se oferta “queso
chontaleño”, elaborado quien sabe dónde. En relación al queso chontaleño no
caben dudas, en torno a los mejores quesillos, las apreciaciones se dividen y
las disputas persisten.
Después
que los nagaroteños decidieron preparar el quesillo más grande del mundo, con
el propósito expreso de entrar en los Guiness
record, las querellas empeoraron. Adujeron que nadie les hacía sombra. Ni
siquiera los de La Paz Centro. Para un chontaleño sostener esta tesis
constituye una herejía, una especie de blasfemia. Solo quien no haya probado un
quesillo chontaleño elaborado en Santo Tomás, se atrevería hacer semejante
afirmación, sostienen los santo tomasinos. Incluso alegan que la leche con que
preparan los quesillos de Nagarote y La Paz Centro, llega de Chontales. Para
ellos no alcanzan el sabor y la exquisitez de los chontaleños, debido a la
calidad de la crema y la mantequilla con que son sazonados. ¿Existirá alguna
forma de acercar posiciones? No lo creo. Nadie cede un palmo.
En algunos
lugares de Miami, donde millares de nicaragüenses han migrado, llevando a tuto
la patria estomacal, según la
metáfora feliz de Lizandro Chávez Alfaro, los letreros ofertan la venta de
quesos chontaleños. No pude ver ni uno solo que anuncie quesos de otro lugar de
Nicaragua. En cambio pude leer diversos anuncios vendiendo quesillos de
Nagarote como de Chontales. Esa astilla basta para comprender que las disputas
sobrepasan el territorio nacional. En la Costa Caribe ocurre un fenómeno parecido.
En Bilwi no hay quien admita que el rondón que preparan en Bluefields sea mucho
más gustoso que el elaborado por ellos. En Masatepe siguen sosteniendo que el
mejor mondongo de Nicaragua se come en esta ciudad. Un juicio similar vierten
en torno a la tamuga. Los lugareños sienten que nadie les pisa la lengua. ¿Una
verdad inobjetable? Los leoneses apuestan que como sus sopas ninguna.
Uno podría
suponer que el mejor pescado se come en Corinto, San Juan del Sur, Bilwi o
Bluefields, bajo el axioma “pescado solo en puerto”. La verdad es que el
pescado sin espinas de Tipitapa, continúa siendo el más cotizado. En ciertos
restaurantes lo hacen idéntico. Una manera explícita de reconocer lo gustoso de
su salsa y lo fácil que resulta comerlo extrayendo sus espinas. En mi niñez,
cuando íbamos de regreso a Juigalpa, nuestro padre nos invitaba a comer
pescado, podíamos escogerlo entre las decenas que nadaban en una pileta del restaurante
Las Silva. La misma disputa existe en
torno al café. Café de palo, enfatizan los norteños. Un matagalpino jamás va
aceptar que el mejor café que se bebe en Nicaragua es jinotegano o a la inversa.
Mientras las discusiones persisten, con aire de yo no fui, en Dipilto afirman
que como su café no hay dos. En Ocotal las calabazas y las montucas solo ellos
saben prepararlas. Las montucas son reclamadas también por los estelianos.
Los
leoneses ríen cuando escuchan que los granadinos sirven el mejor vajo. ¡Puras
locuritas! ¡El vajo, las morongas y las enchiladas leonesas no admiten
parangón! Lo mejor que tienen los granadinos es el vigorón y eso que la yuca es
de Masaya. ¿No ha escuchado usted que a los masayas les llaman come yucas? ¿Cómo
zanjar las diferencias? ¿Las rivalidades políticas entre leoneses y granadinos continúan
por esta vía? Para nuestra suerte el pinol, el pinolillo y el gallo pinto,
están lejos de estas disputas. Con lo caro que están los frijoles y el arroz, solo
en pocos sitios saben preparar nuestro plato mayor. Ni en las fritangas puede
comerse un buen gallo pinto. Los frijoles ralean, no saben freírlos. El gallo
pinto que sirven en la Costa Caribe, preparado a base de coco, tiene un gusto
especial, delicioso al paladar. Lástima que en algunos lugares han dejado de hacerlo
de esta manera. Las Güirilas El Tata,
en el Km. 62 de la carretera al Rama, son las mejores, nada comparables con las
del Empalme de Sébaco. También ofrecen chicha, posol, tiste, pinol y pinolillo,
preparados por Octavio Toledo, afirman orgullosos chontaleños y
boqueños.
No
sé de qué manera expresarlo. Como acto de justicia o como un sentido reclamo. El
mejor nacatamal que me he comido en los últimos años, lo comí en Miami. ¿Será
que para evitar el desarraigo y mostrarse fieles a sus ancestros, los nicas se
esmeran por darles el punto que les daban sus mayores, antes que los empacaran
y fabricaran en serie, para venderlos
refrigerados en los supermercados? No creo en definiciones esencialistas. Introducirle
al nacatamal dos ciruelas o tres pasas, no los universaliza, como piensan
algunos mequetrefes. Todo está sujeto a cambios. Nuevas combinaciones darán
como resultado nuevos platos, otras chanfainas.