martes, 13 de marzo de 2012

Algunos juegos de mi infancia





A Humberto y Rodolfo,
los Gemelos Arguello

Estábamos almorzando, bromeábamos y hablábamos de todo, hasta del prójimo que es el más común de los temas, Jorge Eliécer me dijo de pronto que iba a reprender a Vladimir. Indagué la causa y quedé perplejo. Anda metido en los billares. ¿Y qué hacíamos vos y yo a su edad? ¿No hacíamos lo mismo? Solo le tienes que advertir que no apueste y que ninguna precaución estaría de más. En menos de lo esperado le pueden mover el taco o distraerlo. Tampoco olvides que son los años los que enseñan y debe correr ciertos riesgos. No hay de otra, riposté. Después me puse a cavilar. Nuestra generación era hija de su época. Practicamos diversos juegos. En la medida que crecíamos íbamos mudando de gustos. El primer y gran goce fue apresar las lluvias frente al Instituto Nacional de Chontales, para meternos en sus aguas y simular que nadábamos.

Esa misma diversión practicaban los niños en otros barrios de la ciudad. A los cinco años mi padre me regaló mi primera bicicleta. En solo la mañanita del 25 de diciembre le quité las dos pequeñas ruedas traseras. Como todavía no podía pedalear pedí a Felito que me sostuviera y empujara. A la semana podía hacerlo solo. En esa misma bicicleta aprendieron Jorge Eliécer y Nelson. Con las primeras lluvias de mayo, los juegos de trompo se iniciaban a las dos de la tarde y concluían con la llegada de la noche. Cuando íbamos en cama, para ver si alguien trastabillaba pedíamos un paseíto. Todos teníamos derecho a meterte entre las hierbas o bajarte en las zanjas que había en cada lado de la calle. Los más diestros salían ilesos. Las apuestas eran de cinco o seis secos. El primero que metía el trompo en la rueda, propinaba los primeros golpes. Balanceaban el trompo sostenido entre la cabeza y el puyón con la misma manila, para dejar ir el puyazo.

Muchos lograban desbaratar su cabeza, quedaba inservible para siempre. Otros enterraban el puyón y lo retorcían de manera aviesa para sacarle astillas. De nada valían las protestas. A veces apostábamos el trompo. El crucificado era un juego insensato. El número de hoyos que hacíamos sobre la tierra era igual al número de jugadores. La pelota de hule era lanzada a tres o cuatro metros de distancia. Al caer en tu hoyo tenías que ir a cogerla y lanzarla sobre el jugador que mejor quedara a tu alcance. Si le pegabas se metía una piedrita en su hoyo. Al completar cinco, ya fuera porque hubieses acertado sobre un mismo blanco o no hubieses logrado pegarle a nadie, venía la recompensa. Tenías que pegarte a la pared con tus brazos extendidos en cruz. El castigo consistía en lanzar duro la pelota sobre tu cuerpo. A veces pactábamos que no podíamos pegar en la cabeza del crucificado. ¡Como ardía cada pelotazo!

El juego de omblígate dependía de la estatura de cada uno de los jugadores. Parados a unos tres metros de distancia con la cabeza baja, el que no lograba saltar era puesto de macho. El castigo consistía en darte una patada en el culo en el momento de saltar. El Chino esa mañana fatal comenzó a divertirse con sus compañeros durante el receso de las nueve. Estábamos en la parte frontal del edificio del Centro Escolar Pablo Hurtado, revestida de cemento. El Chino cogió impulso, corrió y saltó lo más alto que pudo, en el momento que lo hacía Rodolfo se agachó y él pasó de viaje estrellando su rostro sobre el cemento. Nos quedamos consternados. La sangre fluía incontenible y el enorme raspón quedó grabado en su rostro. Una mancha enorme sobre el pómulo y la parte izquierda. Una especie de marca de guerra. Blanca Olga Tablada, directora del colegio, prohibió el juego y lo puso en cuarentena.


Aviones jugábamos a finales de octubre y comienzos de noviembre, casi empalmaba con los juegos de barriletes y cometas. Los mejores aviones eran hechos con papel de Selecciones ReadersDigest. Alcanzaban alturas insospechadas. El viento los lanzaba largo. Otros lograban alzarse para venirse en picada estrellándose. Cuando un avión se quedaba colgado en las ramas de los árboles sufríamos. Era una pérdida que no podíamos permitirnos. Lo bajábamos a tierra como podíamos. Muchos padres reclamaban al comprobar que los cuadernos de clases eran utilizados en aviones. Los libros de clases servían de hangares. Entre sus páginas los guardábamos  con sus alas extendidas para evitar que se doblaran. Durante años la plaza de toros nos sirvió de aedrónomo. Aludo la plaza que quedaba entre la casa de doña Clara Díaz, don Camilito y la familia de Rito Corea.

Los barriletes y cometas los elevábamos desde los sitios más altos de Juigalpa. En mi barrio todos preferíamos hacerlo desde la Terraza Palo Solo. Subidos sobre las bancas esperábamos que soplaran los vientos de Amerrisque. A veces el hilo era de zapatería,  caros y resistentes. Los hilos Singer eran propensos a romperse. No soportaban la fuerza de los vientos. Algunos lograron la hazaña de poner su barrilete más allá de la carretera al Rama. Siempre preferí los cometas. Me los hacía por encargo Chemita Báez, costaban treinta centavos. En marzo jugábamos a la taba y al rechinón. Carne gana, culo pierde, panameña doble. Con los gemelos Arguello, mis amigos de siempre, las apuestas eran fuertes. Humberto, mi “Brother” y Rodolfo, tenían billetes de altas denominaciones: Pall Mall, Viceroy, Kent, Malboro, Camel, etc. Los nuestros Esfinge, Valencia y Montecarlo. A veces apostábamos botones, nuevos, nuevecitos y de todos los colores, sustraídos de la tienda de su madre, doña Ofelia Espinosa.

Ladrillete preferíamos jugarlo en los corredores de la renta o sobre el Kiosko del Parque Central. La época indicada era Semana Santa. Nunca logré conciliar este juego con las prohibiciones que imponían los sacerdotes católicos. Como el Señor bajaba a la tierra, los carros no debían circular porque lastimaban su cuerpo. Nos prohibían correr desaforados. Estaba prohibido comer carne, solo pescado, pinolillo, almíbar, cusnaca, tamales, etc. Los molinos paraban, si no lo hacían trituraban al Señor. Las montaderas de terneros, las jugaderas de gallos, los juegos de beisbol, volibol y las cogederas de burras, formaban parte del divertimento de aquellos días. Jamás me atrevería a decir que nuestros juegos fueron mejores que los juegos de nuestros hijos y nietos. Hay quienes dicen que sus juegos eran sanos, muy sanos. Condenan los juegos y bailes del presente. Nunca crean en alguien que dice que todo pasado mejor. Cuando insisten en esta afirmación es porque han envejecido.

2 comentarios:

  1. Ohh, mi amigo a pesar de tener 36 años recuerdo que también hacia lo mismo cuando chavalo, su escrito me hizo recordar esos años de zipote, los juegos del omblígate, el cero, el escondido, la riba, la chibola, el trompo y muchos otros de los que mencionas y que ahora estas supuestas generaciones ya lo han olvidado, habrá sido culpa de nuestros padres el no heredar estas culturas no cree usted?

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  2. No jugué lo mismo: por situaciones de género y de país de origen. Pero, muchos de esos juegos descritos y recordados, probablemente con otros nombres, también forman parte de la tradición guatemalteca. Pero no es el asunto del nombre de los juegos ni del lugar en donde se practicaron lo que interesa. Lo bueno es recordar las tradiciones, para mantener latente la identidad. Y, lo mejor, es recordarlos ubicándolos en su lugar y tiempo, sin compararlos con los actuales, para decir que tiempo fue o es mejor. Me gustó ese final de su escrito: jamás decir que "todo tiempo pasado fue mejor". Aura Violeta Aldana Saraccini

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