lunes, 8 de octubre de 2012

Juigalpa y sus divisaderos


Divisando Juigalpa desde Tamanes. 
Domingo, 7 de Octubre 2012, Fotografía Nelly Ramírez 

Los seres humanos siempre han tenido especial predilección por las alturas. En el lenguaje político las alturas tienen una connotación particular. Estar en lo alto es estar en la cúspide del poder. Entre más alto más cerca estás del cielo, opinan los creyentes. Nadie quiere estar en la llanura. Las alturas otorgan una situación ventajosa para quienes las detentan. Una herencia de las fortificaciones militares medievales; y una expresión del panóptico de Bentham, colocarse en lo alto para espiar los movimientos de las personas evitando ser vistos. Las tecnologías han facilitado la tarea, según documenta Armand Mattelart en Un mundo vigilado (2007). Los ojos electrónicos pululan por todas partes. Somos sus rehenes muchas veces sin percatarnos. Cada día se adelgaza más la privacidad.

Casa Presidencial estaba ubicada en las alturas de la Loma de Tiscapa, Managua quedaba a sus pies. En Masaya, la fortaleza militar de El Coyotepe, permitía apreciar todos los rumbos cardinales y el privilegio de detectar cualquier desplazamiento de tropas. El Castillo de la Inmaculada Concepción, emplazado en las alturas, fue construido para divisar la llegada de embarcaciones intrusas sobre el Río San Juan. El Fortín, bastión militar de la Guardia Nacional ubicado en la loma de Acosasco, ofrece una vista panorámica de la ciudad de León. Vance Packard en Los buscadores de prestigio (1964), revela la obsesión humana por ubicarse en la parte más alta de la cumbrera social. En Juigalpa se contaban con los dedos de una mano las edificaciones de dos pisos. Solo el comando departamental y el cuartel de la Guardia Nacional, ambos  de dos plantas, fueron pensados respondiendo a una lógica estrictamente militar.

 Construida sobre una pendiente, Juigalpa se escurría hacia el norte. La carretera al Rama fijaba de manera imprecisa los límites hacia el oeste, al este las calles terminaban en un despeñadero. La construcción del mirador en Loma de Tamanes, como resultado del crecimiento, ornato y embellecimiento de la ciudad, estimula otros presagios entre las nuevas generaciones. Tamanes estaba situada fuera de la ciudad, su visita constituía un apetitoso manjar. Las últimas casas quedaban en la periferia del Parque Cantón. Las hermanas Gil eran dueñas y señoras en ese territorio, igual que don Leocadio Téllez. Para visitar la loma nos metíamos por los potreros de Luis Castrillo o de los Montiel. Juigalpa se veía de punta a punta, también Amerrisque, las llanerías chontaleñas y las serranías de las Mesas.

El nombre de Pablo Hurtado (1853-1936), como se llamó al centro educativo más importante de Chontales, fue  un merecido homenaje al insigne educador chontaleño, quién en 1924 ocupó la cartera de Ministro de Instrucción Pública, por decisión del  Presidente Bartolomé Martínez. A partir de 1959 Juigalpa contaba con un edificio de tres pisos, poniendo fin a la diáspora de centros educativos ubicados en el centro de la ciudad. Nuestro goce consistía en subirnos al techo. Jamás medimos el peligro. Desde esa altura la ciudad aparecía espléndida. Veíamos las palmeras de cocos y la torre de la iglesia. Ubicado en el Parque Cantón, su más grande atractivo eran las decenas de palos de mangos. En 1963 se construyó en el mismo sitio el Instituto Nacional de Chontales Josefa Toledo de Aguerri (1866-1962), como tributo a la educadora chontaleña, nombrada Mujer de las Américas (1950), distinción antes solo recibida por Gabriela Mistral, Minerva Bernardino, Eleonor Roosevelt y Carrie Captman. En la parte norte fue construido un estadio de beisbol. Una herida sobre la yugular del parque de pelota ubicado en Pueblo Nuevo.

La instalación del Tanque para almacenar agua potable, deparó nuevas alegrías. Pronto fue convertido en centro de peregrinación. Construido en el lugar más alto de la ciudad, junto a la residencia de Justiniano Barillas, arriba estaba protegido por dos hileras de hierro. Encaramados sobre su plataforma, igual lo hacíamos en Palo Solo, empezamos a elevar barriletes y cometas. El primer divisadero de nuestra generación fue el campanario de la vieja iglesia de Juigalpa, derribada para construir Catedral. Chon Pedorro, el campanero, nos dejaba subir siempre que no armáramos relajo. Una súplica incumplida. Trepábamos las gradas gritando para luego tratar de tocar las campanas. Desde esa altura contemplábamos el norte, sur y oeste de la ciudad. Como el templo permanecía abierto, desafiábamos la ley divina. El padre Francisco Romero, desde su envestidura de dispensador de indulgencias, nos ofrecía el infierno.

Entre la parte trasera de la Casa cural y el comando, quedaba un altillo, ocupado ahora por Radio Asunción, decían que estaba embrujado. Los más creativos aseguraban que sus inquilinos eran unos duendecillos. A los seis años subí por primera vez al segundo piso, acompañado de Octavio, sobrino predilecto del padre Romero. Su compañía ahuyentaba mis miedos. ¿Cómo no iba admirarle si comía las hostias por montón sin remordimientos? Mientras no estén benditas, aseguraba el sabio, uno podía atragantárselas sin temor. Siendo fronteriza con el comando, los guardias jamás se interesaron por expulsar a los duendes. La única manera de poner fin a sus impertinencias era exorcizándoles con abundantes raciones de agua bendita. Solo podían ser derrotados por los poderes celestiales. ¿El padre Romero acaso no los tiene? Nunca supimos quién lanzaba las piedrecillas que caían sobre el patio de la Casa cural. ¿Serían Rodolfo o Marino?

La casa de dos pisos habitada por Aurelio Avilés, frente a la Panadería de las hermanas Sánchez, con balcones hacia la calle, Chagueyo los aprovechaba para ver las palomas que deseaba habitarán en su palomar. Todavía lo miro sonriente con las ligas de hule sosteniendo sus mangas. Una vez le pedí me dejara ver el mundo desde ese sitio. Gradas y tambo de maderas, los cables de energía rozaban el techo. Entendí por qué los políticos gustan hablar desde las alturas. Pueden ser vistos desde todos lados y desgranar su voz, el verbo preciso, la diatriba, la falsificación, las descalificaciones, los juegos de palabra, las gesticulaciones, sus breves silencios y promesas de siempre. Nosotros, apenas adolescentes, amábamos esos divisaderos. Las alturas no nos  mareaban. Nunca sufrimos los arrebatos que padecen los oradores incendiarios. Eran lugares para enamorarse o estar enamorados.

La albarrada de Amerrisque templaba los ánimos y sacudía las melenas de las muchachas; desde estos lugares divisábamos nuestro porvenir unas veces seguro y otras veces incierto. 

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