Divisando Juigalpa desde Tamanes.
Domingo, 7 de Octubre 2012, Fotografía Nelly Ramírez
Los
seres humanos siempre han tenido especial predilección por las alturas. En el
lenguaje político las alturas tienen una connotación particular. Estar en lo
alto es estar en la cúspide del poder. Entre más alto más cerca estás del
cielo, opinan los creyentes. Nadie quiere estar en la llanura. Las alturas otorgan
una situación ventajosa para quienes las detentan. Una herencia de las
fortificaciones militares medievales; y una expresión del panóptico de Bentham,
colocarse en lo alto para espiar los movimientos de las personas evitando ser
vistos. Las tecnologías han facilitado la tarea, según documenta Armand
Mattelart en Un mundo vigilado (2007).
Los ojos electrónicos pululan por todas partes. Somos sus rehenes muchas veces
sin percatarnos. Cada día se adelgaza más la privacidad.
Casa
Presidencial estaba ubicada en las alturas de la Loma de Tiscapa, Managua
quedaba a sus pies. En Masaya, la fortaleza militar de El Coyotepe, permitía
apreciar todos los rumbos cardinales y el privilegio de detectar cualquier
desplazamiento de tropas. El Castillo de la Inmaculada Concepción, emplazado en
las alturas, fue construido para divisar la llegada de embarcaciones intrusas
sobre el Río San Juan. El Fortín, bastión militar de la Guardia Nacional ubicado
en la loma de Acosasco, ofrece una vista panorámica de la ciudad de León. Vance
Packard en Los buscadores de prestigio
(1964), revela la obsesión humana por ubicarse en la parte más alta de la
cumbrera social. En Juigalpa se contaban con los dedos de una mano las
edificaciones de dos pisos. Solo el comando departamental y el cuartel de la Guardia
Nacional, ambos de dos plantas, fueron pensados
respondiendo a una lógica estrictamente militar.
Construida sobre una pendiente, Juigalpa se
escurría hacia el norte. La carretera al Rama fijaba de manera imprecisa los
límites hacia el oeste, al este las calles terminaban en un despeñadero. La
construcción del mirador en Loma de
Tamanes, como resultado del crecimiento, ornato y embellecimiento de la
ciudad, estimula otros presagios entre las nuevas generaciones. Tamanes estaba situada fuera de la
ciudad, su visita constituía un apetitoso manjar. Las últimas casas quedaban en
la periferia del Parque Cantón. Las hermanas
Gil eran dueñas y señoras en ese territorio, igual que don Leocadio Téllez.
Para visitar la loma nos metíamos por los potreros de Luis Castrillo o de los
Montiel. Juigalpa se veía de punta a punta, también Amerrisque, las llanerías
chontaleñas y las serranías de las Mesas.
El
nombre de Pablo Hurtado (1853-1936), como se llamó al centro educativo más
importante de Chontales, fue un merecido
homenaje al insigne educador chontaleño, quién en 1924 ocupó la cartera de
Ministro de Instrucción Pública, por decisión del Presidente Bartolomé Martínez. A partir de
1959 Juigalpa contaba con un edificio de tres pisos, poniendo fin a la diáspora
de centros educativos ubicados en el centro de la ciudad. Nuestro goce consistía
en subirnos al techo. Jamás medimos el peligro. Desde esa altura la ciudad
aparecía espléndida. Veíamos las palmeras de cocos y la torre de la iglesia.
Ubicado en el Parque Cantón, su más
grande
atractivo eran las decenas de palos de mangos. En 1963 se construyó en el mismo
sitio el Instituto Nacional de Chontales Josefa
Toledo de Aguerri (1866-1962), como tributo a la educadora chontaleña,
nombrada Mujer de las Américas
(1950), distinción antes solo recibida por Gabriela Mistral, Minerva
Bernardino, Eleonor Roosevelt y Carrie Captman. En la parte norte fue
construido un estadio de beisbol. Una herida sobre la yugular del parque de
pelota ubicado en Pueblo Nuevo.
La
instalación del Tanque para almacenar agua potable, deparó nuevas alegrías. Pronto
fue convertido en centro de peregrinación. Construido en el lugar más alto de
la ciudad, junto a la residencia de Justiniano Barillas, arriba estaba
protegido por dos hileras de hierro. Encaramados sobre su plataforma, igual lo
hacíamos en Palo Solo, empezamos a elevar barriletes y cometas. El primer
divisadero de nuestra generación fue el campanario de la vieja iglesia de
Juigalpa, derribada para construir Catedral. Chon Pedorro, el campanero, nos
dejaba subir siempre que no armáramos relajo. Una súplica incumplida. Trepábamos
las gradas gritando para luego tratar de tocar las campanas. Desde esa altura
contemplábamos el norte, sur y oeste de la ciudad. Como el templo permanecía
abierto, desafiábamos la ley divina. El padre Francisco Romero, desde su envestidura
de dispensador de indulgencias, nos ofrecía el infierno.
Entre
la parte trasera de la Casa cural y
el comando, quedaba un altillo, ocupado ahora por Radio Asunción, decían que estaba embrujado. Los más creativos aseguraban
que sus inquilinos eran unos duendecillos. A los seis años subí por primera vez
al segundo piso, acompañado de Octavio, sobrino predilecto del padre Romero. Su
compañía ahuyentaba mis miedos. ¿Cómo no iba admirarle si comía las hostias por
montón sin remordimientos? Mientras no estén benditas, aseguraba el sabio, uno
podía atragantárselas sin temor. Siendo fronteriza con el comando, los guardias
jamás se interesaron por expulsar a los duendes. La única manera de poner fin a
sus impertinencias era exorcizándoles con abundantes raciones de agua bendita. Solo
podían ser derrotados por los poderes celestiales. ¿El padre Romero acaso no
los tiene? Nunca supimos quién lanzaba las piedrecillas que caían sobre el
patio de la Casa cural. ¿Serían
Rodolfo o Marino?
La
casa de dos pisos habitada por Aurelio Avilés, frente a la Panadería de las hermanas Sánchez, con balcones hacia la calle,
Chagueyo los aprovechaba para ver las palomas que deseaba habitarán en su
palomar. Todavía lo miro sonriente con las ligas de hule sosteniendo sus
mangas. Una vez le pedí me dejara ver el mundo desde ese sitio. Gradas y tambo de
maderas, los cables de energía rozaban el techo. Entendí por qué los políticos
gustan hablar desde las alturas. Pueden ser vistos desde todos lados y desgranar
su voz, el verbo preciso, la diatriba, la falsificación, las descalificaciones,
los juegos de palabra, las gesticulaciones, sus breves silencios y promesas de
siempre. Nosotros, apenas adolescentes, amábamos esos divisaderos. Las alturas
no nos mareaban. Nunca sufrimos los
arrebatos que padecen los oradores incendiarios. Eran lugares para enamorarse o
estar enamorados.
La
albarrada de Amerrisque templaba los ánimos y sacudía las melenas de las
muchachas; desde estos lugares divisábamos nuestro porvenir unas veces seguro y
otras veces incierto.
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