Uno tiende fácilmente a identificarse con ciertas
obras de ficción, porque además de encontrar afirmaciones que antes habíamos
vertido, el autor hace propias ciertas premisas con las que comulgamos. Eso me
pasó con la lectura de Hablar solos
(Alfaguara, 2012) la novela más reciente de Andrés Neuman. Esa identificación
hace que surjan complicidades. El primer sobresalto me vino cuando escuché
preguntar a Elena "¿Se soñará
distinto en una cama de hospital? Porque leer, de eso no hay duda, se lee
distinto" (P. 96). Tiempo atrás mucho antes que Neuman hubiese
desgajado esta aseveración, me atreví a expresar: "Toda la noche del 12 y la madrugada del 13 de agosto de 1975, mientras
Ida daba luz a Carlos Ernesto, nuestro primer hijo, en el Hospital Bautista, yo
me entregaba a la lectura. ¿Qué me hizo refugiarme en Confieso que he vivido, las memorias de Pablo Neruda? No dudo que
fue la tensión que sentía". Corroboro. Luego me
identifico.
Más adelante Neuman me hizo otro guiño sorprendente.
"Cuando un libro me dice lo que yo
quería decir siento el derecho de apropiarme de sus palabras, como si alguna
vez hubieron sido mías y estuviera recuperándolas". (P. 133). Debo
reconocer que me sentí halagado. Siempre he pensado que Pablo Neruda escribió
para mí los Veinte poemas de amor
y una canción desesperada. A mis trece
años atraído por los camanances de Vicky, el poeta chileno puso miel a mi
primer desvarío. Por eso no sentí celos al enterarme veinticinco años después
que Palinuro había encargado a Neruda escribir toda su poesía como un tributo a Estefanía. Muchísimo antes que
Fernando del Paso hiciera públicas estas confesiones yo leía a Patricia los
poemas que había escrito bajo encargo para cantar nuestro amor. Ella se encargó
de leer sus obras para saber si Neruda había completado el pedido. ¿Me lo
crees? ¿Bastaban estos dos lances para certificar que se trata de un texto
apetecible? Nunca. Esto solo constituye el preámbulo.
Existen otras razones valederas para identificarse con
esta obra. Al poner hablar a Mario (Padre), Lito (Hijo) y Elena (Madre), crea
un coro de voces a partir de las reflexiones que estos formulan a lo largo de
la novela. Aunque cada uno hable y
sostenga su discurso de manera individual, sus voces se entreveran y
concatenan. Los hablantes articulan su melodía teniendo en cuenta al otro. Los
monólogos prefiguran al otro. El padre a la madre y al hijo, la madre al hijo y
al padre, el hijo a ambos. La orquestación se traduce en una polifonía. Mario
prefiere grabar sus reflexiones, todas dirigidas al hijo. Lito lo hace hacia
sus adentros y Elena, punto de enlace y convergencia, alterna su discurso, para
finalmente verterlo por escrito. Un recurso al que recurre convencida que si la
muerte deja "las conversaciones
interrumpidas, nada más natural que escribir cartas póstumas". Una
forma de conjurar su angustia y expresarle al muerto lo que calló en vida. Los
ajustes requeridos después de su desaparición.
La perdurabilidad de su memoria el padre la logra
mediante un viaje donde Mario alcahuetea a Lito. Un viaje decisivo. Si no
hubiera ocurrido Mario hubiese desaparecido del recuerdo de Lito. El festejo
definitivo lo convierte en un ser presente, imperecedero. El ocultamiento de su
muerte verdadera, postrado en un hospital, sintiendo desfallecer ante el ataque
inclemente de una enfermedad terminal, la madre la traduce en un accidente. No
quiere que el hijo sepa las causas reales de su fallecimiento. Ella busca como
volver más digerible la muerte del padre ante su hijo. Dividido en el recuerdo
del hijo, "el padre fantasmal que
ahora tutela sus andanzas y, por brutas que sean las festeja... cuanto menos te
conoce más te admira". Exclama conmovida. Esto supone que Mario alcanza
su objetivo. La realización del viaje tenía ese propósito. Albergaba esa
intención. Urde el plan para que el hijo lo recuerde siempre. Para que jamás lo
olvide. El viaje funda el nudo dramático.
La manera que Neuman diseña y construye la infidelidad
de Elena y la forma como la hace hablar, son para mí el logro más estupendo de
la novela. Ante la inminencia de la muerte de Mario, consulta a su médico, para
terminar encamada con él. El doctor la hace renacer. El placer le devuelve el
gusto por la vida. Los arrebatos de Ezequiel la convierten otra. No se
reconoce. Sabe que hace mal pero justifica su actuación. No desea parecerse al
resto de mujeres que sabiendo que sus maridos les ponen cuernos dejan impunes
el hecho. Su voz surge poderosa. Una voz femenina llena de encantos. Uno podría
crear su propio tablero de dirección como hizo Cortázar con Rayuela. Los requiebres de su voz, la manera
como expresa sus delirios, la forma que ama, la falta de remordimientos, su
entrega sexual sin reparos, los engaños persistentes, la verbalización y sus
diferentes giros ratifican que nos encontramos frente a un fabulador que sabe y
domina el lenguaje femenino. Se extasía revelando los vientos huracanados que
sacuden a las mujeres cuando ocurren estas tempestades.
Son pocas las veces que he leído en estos días un
novelista que maneje con tanta destreza, sin asomos de falsificación, la voz de
una mujer. La hace decir lo que siente sin recatos ni mojigaterías. Las páginas
mejor acabadas son en las que Elena vierte sus sentimientos. Sin remilgos,
plena de goce, llena de lujuria, confiesa que Ezequiel ha conseguido exploraciones
que comprometen sus cinco sentidos. Mirar, tocar, morder, oler, resulta un
sibarita muy parecido a don Rigoberto. También gusta oír las palpitaciones de
sus carnes. Lo hacía en cualquier parte de su cuerpo. "Pega la mejilla a la piel, pone la oreja
así, como un ginecólogo atendiendo a las contracciones, y entrecierra los ojos.
Y sonríe. No sé qué escuchará". Elena transfigurada. Conoce y saborea
las delicias del cuerpo. Ezequiel la enloquece. Deja de ser una mujer
escindida. Ni puta ni virgen. Sino ambas a la vez. Se acoge al mandato de
Freud. Se da, se exprime, se exige. Sin egoísmos deja que el gozo la inunde.
Ezequiel la lleva a conocer las infinitas maneras de
hacer el amor. Elena, intelectual, maestra universitaria, lectora voraz, todas
sus intervenciones vienen aderezadas por su inmersión en los libros. Un ir y
venir de un texto a otro. Mario cuenta a Lito que su madre un día comentó que
Audrey Hepburn era “perversa como la
inteligencia”. Así era ella de aguda. Ezequiel la desquicia, toca su piel,
la embiste, la hace resollar. La mujer pudorosa que llega al consultorio del
doctor Escalante, se siente alzada en vilo, transformada. Exclama que sin las
mujeres tontas, jamás se habría escrito un solo poema de amor. Cree que la
forma que la estruja no encaja en las categorías previstas en la industria del
porno. Describe puntillosa como la posee. No conoce límites. La desquicia y
enloquece. A su edad necesitaba recuperar su ardor sexual. Siente de una manera
distinta. Mientras tanto yo no puedo dejar de releer las páginas en las que
Elena confiesa sin rubores este amor desaforado.
Al final recupera su apostura. ¿Eso borra de mi mente
la licencia con que habla, se encapricha y desfallece? ¡No! ¡En verdad que no! Sigo admirando al novelista que la dotó de esa voz descarada que todavía
resuena en mis oídos.
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