lunes, 17 de febrero de 2014

¿Monólogos o polifonía?



Uno tiende fácilmente a identificarse con ciertas obras de ficción, porque además de encontrar afirmaciones que antes habíamos vertido, el autor hace propias ciertas premisas con las que comulgamos. Eso me pasó con la lectura de Hablar solos (Alfaguara, 2012) la novela más reciente de Andrés Neuman. Esa identificación hace que surjan complicidades. El primer sobresalto me vino cuando escuché preguntar a Elena "¿Se soñará distinto en una cama de hospital? Porque leer, de eso no hay duda, se lee distinto" (P. 96). Tiempo atrás mucho antes que Neuman hubiese desgajado esta aseveración, me atreví a expresar: "Toda la noche del 12 y la madrugada del 13 de agosto de 1975, mientras Ida daba luz a Carlos Ernesto, nuestro primer hijo, en el Hospital Bautista, yo me entregaba a la lectura. ¿Qué me hizo refugiarme en Confieso que he vivido, las memorias de Pablo Neruda? No dudo que fue la tensión que sentía". Corroboro. Luego me identifico.                                   


Más adelante Neuman me hizo otro guiño sorprendente. "Cuando un libro me dice lo que yo quería decir siento el derecho de apropiarme de sus palabras, como si alguna vez hubieron sido mías y estuviera recuperándolas". (P. 133). Debo reconocer que me sentí halagado. Siempre he pensado que Pablo Neruda escribió para mí los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. A mis trece años atraído por los camanances de Vicky, el poeta chileno puso miel a mi primer desvarío. Por eso no sentí celos al enterarme veinticinco años después que Palinuro había encargado a Neruda escribir toda su poesía como un  tributo a Estefanía. Muchísimo antes que Fernando del Paso hiciera públicas estas confesiones yo leía a Patricia los poemas que había escrito bajo encargo para cantar nuestro amor. Ella se encargó de leer sus obras para saber si Neruda había completado el pedido. ¿Me lo crees? ¿Bastaban estos dos lances para certificar que se trata de un texto apetecible? Nunca. Esto solo constituye el preámbulo.

Existen otras razones valederas para identificarse con esta obra. Al poner hablar a Mario (Padre), Lito (Hijo) y Elena (Madre), crea un coro de voces a partir de las reflexiones que estos formulan a lo largo de la novela.  Aunque cada uno hable y sostenga su discurso de manera individual, sus voces se entreveran y concatenan. Los hablantes articulan su melodía teniendo en cuenta al otro. Los monólogos prefiguran al otro. El padre a la madre y al hijo, la madre al hijo y al padre, el hijo a ambos. La orquestación se traduce en una polifonía. Mario prefiere grabar sus reflexiones, todas dirigidas al hijo. Lito lo hace hacia sus adentros y Elena, punto de enlace y convergencia, alterna su discurso, para finalmente verterlo por escrito. Un recurso al que recurre convencida que si la muerte deja "las conversaciones interrumpidas, nada más natural que escribir cartas póstumas". Una forma de conjurar su angustia y expresarle al muerto lo que calló en vida. Los ajustes requeridos después de su desaparición.

La perdurabilidad de su memoria el padre la logra mediante un viaje donde Mario alcahuetea a Lito. Un viaje decisivo. Si no hubiera ocurrido Mario hubiese desaparecido del recuerdo de Lito. El festejo definitivo lo convierte en un ser presente, imperecedero. El ocultamiento de su muerte verdadera, postrado en un hospital, sintiendo desfallecer ante el ataque inclemente de una enfermedad terminal, la madre la traduce en un accidente. No quiere que el hijo sepa las causas reales de su fallecimiento. Ella busca como volver más digerible la muerte del padre ante su hijo. Dividido en el recuerdo del hijo, "el padre fantasmal que ahora tutela sus andanzas y, por brutas que sean las festeja... cuanto menos te conoce más te admira". Exclama conmovida. Esto supone que Mario alcanza su objetivo. La realización del viaje tenía ese propósito. Albergaba esa intención. Urde el plan para que el hijo lo recuerde siempre. Para que jamás lo olvide. El viaje funda el nudo dramático.

La manera que Neuman diseña y construye la infidelidad de Elena y la forma como la hace hablar, son para mí el logro más estupendo de la novela. Ante la inminencia de la muerte de Mario, consulta a su médico, para terminar encamada con él. El doctor la hace renacer. El placer le devuelve el gusto por la vida. Los arrebatos de Ezequiel la convierten otra. No se reconoce. Sabe que hace mal pero justifica su actuación. No desea parecerse al resto de mujeres que sabiendo que sus maridos les ponen cuernos dejan impunes el hecho. Su voz surge poderosa. Una voz femenina llena de encantos. Uno podría crear su propio tablero de dirección como hizo Cortázar con Rayuela. Los requiebres de su voz, la manera como expresa sus delirios, la forma que ama, la falta de remordimientos, su entrega sexual sin reparos, los engaños persistentes, la verbalización y sus diferentes giros ratifican que nos encontramos frente a un fabulador que sabe y domina el lenguaje femenino. Se extasía revelando los vientos huracanados que sacuden a las mujeres cuando ocurren estas tempestades.  

Son pocas las veces que he leído en estos días un novelista que maneje con tanta destreza, sin asomos de falsificación, la voz de una mujer. La hace decir lo que siente sin recatos ni mojigaterías. Las páginas mejor acabadas son en las que Elena vierte sus sentimientos. Sin remilgos, plena de goce, llena de lujuria, confiesa que Ezequiel ha conseguido exploraciones que comprometen sus cinco sentidos. Mirar, tocar, morder, oler, resulta un sibarita muy parecido a don Rigoberto. También gusta oír las palpitaciones de sus carnes. Lo hacía en cualquier parte de su cuerpo. "Pega la mejilla a la piel, pone la oreja así, como un ginecólogo atendiendo a las contracciones, y entrecierra los ojos. Y sonríe. No sé qué escuchará". Elena transfigurada. Conoce y saborea las delicias del cuerpo. Ezequiel la enloquece. Deja de ser una mujer escindida. Ni puta ni virgen. Sino ambas a la vez. Se acoge al mandato de Freud. Se da, se exprime, se exige. Sin egoísmos deja que el gozo la inunde.

Ezequiel la lleva a conocer las infinitas maneras de hacer el amor. Elena, intelectual, maestra universitaria, lectora voraz, todas sus intervenciones vienen aderezadas por su inmersión en los libros. Un ir y venir de un texto a otro. Mario cuenta a Lito que su madre un día comentó que Audrey Hepburn era “perversa como la inteligencia”. Así era ella de aguda. Ezequiel la desquicia, toca su piel, la embiste, la hace resollar. La mujer pudorosa que llega al consultorio del doctor Escalante, se siente alzada en vilo, transformada. Exclama que sin las mujeres tontas, jamás se habría escrito un solo poema de amor. Cree que la forma que la estruja no encaja en las categorías previstas en la industria del porno. Describe puntillosa como la posee. No conoce límites. La desquicia y enloquece. A su edad necesitaba recuperar su ardor sexual. Siente de una manera distinta. Mientras tanto yo no puedo dejar de releer las páginas en las que Elena confiesa sin rubores este amor desaforado.


Al final recupera su apostura. ¿Eso borra de mi mente la licencia con que habla, se encapricha y desfallece? ¡No! ¡En verdad que no! Sigo admirando al novelista que la dotó de esa voz descarada que todavía resuena en mis oídos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario