A
medida que transcurren los años, las escenas desgarradoras en vez de disolverse
permanecen fieles en mi memoria. Creo que cursaba primero o segundo de
primaria, los alaridos se filtraban por la calle, provenían de la sección que
en días recientes había servido de albergue para impartir clases en la escuela
que quedaba en la calle Palo Solo, entre doña Juanita Montiel y la casa de mis
padres. Los lamentos eran estremecedores, nunca supe cómo llegó a ese lugar ni
quien lo había traído. La monotonía de la calle quedó rota. Como si se tratara
de un acto circense desfilaban frente al local y los más curiosos se acercaban
para ver si podían divisarle. Mantenían atadas sus manos y pies bajo la
convicción que si lo soltaban sería una catástrofe. Todavía vivían en la cuadra
los Hernández-Mena. Esquina opuesta a mi tía Rosibel, quien ya se había pasado
a vivir a su casa, quedaba la casa de Lolita Benavente, una mujer dulce,
agradable y querendona.
Por
más esfuerzos que hago para recordar si alguna vez llegó un médico a brindarle
terapia, no encuentro una respuesta asertiva. Tampoco recuerdo que llegara
algún sacerdote a exorcizarle. Alguien dijo que estaba loco porque se le había
metido el diablo dentro de la cabeza. A veces sus gritos se convertían en
llantos lastimeros. En las noches seguía quejándose no sé si de dolor o furia.
Sus familiares, gente humilde campesina, entraban y salían del lugar. Eran los
únicos que permanecían dentro por largo rato, buscando cómo averiguar sobre su
estado calamitoso, nos acercábamos para indagar cómo estaba y las respuestas en
vez de sosegarnos nos ponían peor. Insistían que estaba loco y cuando alguien
preguntaba por qué se había trastornado, sus argumentos devenían en discusiones
interminables sobre la existencia o no del diablo. Daban por descontado que el
diablo se le había metido y estaban persuadidos que la única forma de sanarlo
era que el cura se lo sacara. Los muy sabios descartaban cualquier tratamiento
médico.
Durante
una semana fue la comidilla en todo Juigalpa, no se hablaba de otra cosa que
del loco maniatado en la escuela pública de Palo Solo. Su locura para nosotros
era una desgracia asociada con el demonio. ¿Algo malo hizo? ¿Qué pudo haber
sido? El diablo escoge a la persona sujeta a sus designios, murmuraban algunas
santulonas. No es cuestión de médicos, en estos casos su intervención no sirve de
nada, opinaba la mayoría. En muchos hogares de Juigalpa mantenían abundantes
raciones de agua y palma bendita en la puerta de entrada, donde daban por
descontado se colaría el demonio. ¿Por qué no pensar que podía descolgarse por
el techo? El diablo tiene suficientes poderes, son unos tontos los que piensan
que solo puede hacerlo por los lugares más fáciles. Discusiones cargadas por
visiones calenturientas que incluso se atrevían a dibujar cómo era el demonio. Sus
perfiles los percibíamos nítidos. Tiene cachos, orejas agudas, porta un
tridente y una larga cola.
Era
la mismísima figura que aparecía en los cuentos que nos compraban nuestros
padres para que leyéramos en casa. Lo extraño era qué cuando preguntábamos si
alguien había visto al diablo, nunca obteníamos respuesta. Entre los
juigalpinos la presencia de maleficios era cuestión de todos los días. La cegua
salía por la hondonada del pozo Calicanto y luego subía a casa de doña Anita
Zambrana, prueba de su existencia era que había embobado a su hijita. Yo miraba
con temor y un poco de compasión a esta familia que había tenido el valor de no
mudarse de sitio, más bien recurría a Monseñor Francisco Romero, pidiéndole
consejos y suficiente agua bendita para conjurar sus arrebatos. El otro lugar
poseído por seres malignos era el Altillo, exactamente detrás de Casa Cural y la familia
Suazo. Los Duendes importunaban el vecindario. La aparición del loco solo vino
a ratificar la certeza de que el diablo existía y escarmentaba en las personas
que no se comportaban derecho ni aceptaban la existencia de Dios.
Mis
miedos crecían escuchando a Pancho Madrigal en Radio Mundial y peor aun cuando cruzábamos la calle para comprar donde
Lolita las figuritas del álbum donde aparecían la Cegua, la Carreta Nagua, el
Cadejo, figuras siniestras que poblaban nuestro imaginario. Todavía la
televisión no había explosionado. Nuestra visión se nutría de las imágenes que
aparecían en los cuentos de Fabio Gadea. Cercada por montes, en las noches se
escuchaban en Juigalpa los graznidos de los búhos, provocándonos recelos. Con
la llegada subrepticia del loco no quedaban dudas, el mal existe y está
pendiente de nuestros pasos. Teníamos que portarnos bien. Estaba al acecho de
los desobedientes y malcriados. Sobre todo de quienes no hacían caso a sus
padres. El cura desde el púlpito hablaba del infierno y la necesidad de aceptar
a Dios. Ir a misa se convirtió en un ritual obligatorio para muchas familias. ¿Más
por temor qué convicción? Era la forma perfecta de estar en comunión con el
Señor.
Decenas
de campesinos bajaban al pueblo a bautizar a sus hijos y entregar sus diezmos. La
cofradía de San Sebastián en Acoyapa, encabezada por el cura, era dueña de más
de cien novillos. Decenas de niñas, niños y adolescentes, asistían los sábados
por la tarde a la Iglesia Parroquial de Juigalpa a prepararse para dar la Santa
Comunión. La alteración de la vida rutinaria en la ciudad solo corroboraba la
necesidad de atender los llamados que hacía el cura de lo contrario nuestro
destino sería el infierno. Ejemplo elocuente de verdaderas convicciones
religiosas, provenían de mi tía Leopoldina y la niña Elaísita. Las dos
educadoras en los recesos de sus clases rezaban y al medio día se entregaban
por completo a la oración. Dos personas entrañables, dignas del mayor respeto,
eran consecuentes con las premisas que alimentaban sus creencias. Cada vez que
era castigado en primero de secundaria, la niña Elaísita me proponía rezar o
hacer cincuenta sentadillas. Siempre opté por las sentadillas. Mientras ella
oraba llevaba las cuentas a mi manera y pronto me dejaba ir. ¡Estoy seguro que
nunca la engañé!
Un
día el loco no amaneció, el vecindario acostumbrado a sus gritos sintió que
algo anómalo había ocurrido. Aclararon que lo habían llevado a Managua al
Kilómetro 5 para darle tratamiento. Jamás nos enteramos de la causa de su
malestar. Algunos años después una mañana antes de venirnos a Juigalpa, Gustavo
Tablada Zelaya, médico psiquiatra, nos pidió a Jorge Eliécer y a mí que lo
acompañáramos un momento al Hospital Siquiátrico, tenía que ver a unos
pacientes. Al entrar en contacto con ese mundo alucinante el dolor de cabeza se
me pegó de inmediato. Poblado por mujeres y hombres, con miradas perdidas,
viendo hacia la nada, otras deambulando por el patio y una pareja metida en
camisas de fuerza, terminaron estrujando mi conciencia. Lo más amargo esa
mañana fue ver a una familia que llegó a dejar a su abuelita al hospital,
cuerda como estaba, declarándola loca para quedarse con su herencia. La
respuesta que me dio la enfermera fue atroz. Esto sucede más a menudo de lo que
usted piensa. Entonces tomé conciencia al joven que llevaron a Juigalpa, en vez
de curarle lo que hicieron fue enloquecerle. ¡Sin ninguna duda que así fue!