martes, 18 de febrero de 2014

Los enloquecen


A medida que transcurren los años, las escenas desgarradoras en vez de disolverse permanecen fieles en mi memoria. Creo que cursaba primero o segundo de primaria, los alaridos se filtraban por la calle, provenían de la sección que en días recientes había servido de albergue para impartir clases en la escuela que quedaba en la calle Palo Solo, entre doña Juanita Montiel y la casa de mis padres. Los lamentos eran estremecedores, nunca supe cómo llegó a ese lugar ni quien lo había traído. La monotonía de la calle quedó rota. Como si se tratara de un acto circense desfilaban frente al local y los más curiosos se acercaban para ver si podían divisarle. Mantenían atadas sus manos y pies bajo la convicción que si lo soltaban sería una catástrofe. Todavía vivían en la cuadra los Hernández-Mena. Esquina opuesta a mi tía Rosibel, quien ya se había pasado a vivir a su casa, quedaba la casa de Lolita Benavente, una mujer dulce, agradable y querendona.

Por más esfuerzos que hago para recordar si alguna vez llegó un médico a brindarle terapia, no encuentro una respuesta asertiva. Tampoco recuerdo que llegara algún sacerdote a exorcizarle. Alguien dijo que estaba loco porque se le había metido el diablo dentro de la cabeza. A veces sus gritos se convertían en llantos lastimeros. En las noches seguía quejándose no sé si de dolor o furia. Sus familiares, gente humilde campesina, entraban y salían del lugar. Eran los únicos que permanecían dentro por largo rato, buscando cómo averiguar sobre su estado calamitoso, nos acercábamos para indagar cómo estaba y las respuestas en vez de sosegarnos nos ponían peor. Insistían que estaba loco y cuando alguien preguntaba por qué se había trastornado, sus argumentos devenían en discusiones interminables sobre la existencia o no del diablo. Daban por descontado que el diablo se le había metido y estaban persuadidos que la única forma de sanarlo era que el cura se lo sacara. Los muy sabios descartaban cualquier tratamiento médico.

Durante una semana fue la comidilla en todo Juigalpa, no se hablaba de otra cosa que del loco maniatado en la escuela pública de Palo Solo. Su locura para nosotros era una desgracia asociada con el demonio. ¿Algo malo hizo? ¿Qué pudo haber sido? El diablo escoge a la persona sujeta a sus designios, murmuraban algunas santulonas. No es cuestión de médicos, en estos casos su intervención no sirve de nada, opinaba la mayoría. En muchos hogares de Juigalpa mantenían abundantes raciones de agua y palma bendita en la puerta de entrada, donde daban por descontado se colaría el demonio. ¿Por qué no pensar que podía descolgarse por el techo? El diablo tiene suficientes poderes, son unos tontos los que piensan que solo puede hacerlo por los lugares más fáciles. Discusiones cargadas por visiones calenturientas que incluso se atrevían a dibujar cómo era el demonio. Sus perfiles los percibíamos nítidos. Tiene cachos, orejas agudas, porta un tridente y una larga cola.

Era la mismísima figura que aparecía en los cuentos que nos compraban nuestros padres para que leyéramos en casa. Lo extraño era qué cuando preguntábamos si alguien había visto al diablo, nunca obteníamos respuesta. Entre los juigalpinos la presencia de maleficios era cuestión de todos los días. La cegua salía por la hondonada del pozo Calicanto y luego subía a casa de doña Anita Zambrana, prueba de su existencia era que había embobado a su hijita. Yo miraba con temor y un poco de compasión a esta familia que había tenido el valor de no mudarse de sitio, más bien recurría a Monseñor Francisco Romero, pidiéndole consejos y suficiente agua bendita para conjurar sus arrebatos. El otro lugar poseído por seres malignos era el Altillo,  exactamente detrás de Casa Cural y la familia Suazo. Los Duendes importunaban el vecindario. La aparición del loco solo vino a ratificar la certeza de que el diablo existía y escarmentaba en las personas que no se comportaban derecho ni aceptaban la existencia de Dios.

Mis miedos crecían escuchando a Pancho Madrigal en Radio Mundial y peor aun cuando cruzábamos la calle para comprar donde Lolita las figuritas del álbum donde aparecían la Cegua, la Carreta Nagua, el Cadejo, figuras siniestras que poblaban nuestro imaginario. Todavía la televisión no había explosionado. Nuestra visión se nutría de las imágenes que aparecían en los cuentos de Fabio Gadea. Cercada por montes, en las noches se escuchaban en Juigalpa los graznidos de los búhos, provocándonos recelos. Con la llegada subrepticia del loco no quedaban dudas, el mal existe y está pendiente de nuestros pasos. Teníamos que portarnos bien. Estaba al acecho de los desobedientes y malcriados. Sobre todo de quienes no hacían caso a sus padres. El cura desde el púlpito hablaba del infierno y la necesidad de aceptar a Dios. Ir a misa se convirtió en un ritual obligatorio para muchas familias. ¿Más por temor qué convicción? Era la forma perfecta de estar en comunión con el Señor.

Decenas de campesinos bajaban al pueblo a bautizar a sus hijos y entregar sus diezmos. La cofradía de San Sebastián en Acoyapa, encabezada por el cura, era dueña de más de cien novillos. Decenas de niñas, niños y adolescentes, asistían los sábados por la tarde a la Iglesia Parroquial de Juigalpa a prepararse para dar la Santa Comunión. La alteración de la vida rutinaria en la ciudad solo corroboraba la necesidad de atender los llamados que hacía el cura de lo contrario nuestro destino sería el infierno. Ejemplo elocuente de verdaderas convicciones religiosas, provenían de mi tía Leopoldina y la niña Elaísita. Las dos educadoras en los recesos de sus clases rezaban y al medio día se entregaban por completo a la oración. Dos personas entrañables, dignas del mayor respeto, eran consecuentes con las premisas que alimentaban sus creencias. Cada vez que era castigado en primero de secundaria, la niña Elaísita me proponía rezar o hacer cincuenta sentadillas. Siempre opté por las sentadillas. Mientras ella oraba llevaba las cuentas a mi manera y pronto me dejaba ir. ¡Estoy seguro que nunca la engañé!


Un día el loco no amaneció, el vecindario acostumbrado a sus gritos sintió que algo anómalo había ocurrido. Aclararon que lo habían llevado a Managua al Kilómetro 5 para darle tratamiento. Jamás nos enteramos de la causa de su malestar. Algunos años después una mañana antes de venirnos a Juigalpa, Gustavo Tablada Zelaya, médico psiquiatra, nos pidió a Jorge Eliécer y a mí que lo acompañáramos un momento al Hospital Siquiátrico, tenía que ver a unos pacientes. Al entrar en contacto con ese mundo alucinante el dolor de cabeza se me pegó de inmediato. Poblado por mujeres y hombres, con miradas perdidas, viendo hacia la nada, otras deambulando por el patio y una pareja metida en camisas de fuerza, terminaron estrujando mi conciencia. Lo más amargo esa mañana fue ver a una familia que llegó a dejar a su abuelita al hospital, cuerda como estaba, declarándola loca para quedarse con su herencia. La respuesta que me dio la enfermera fue atroz. Esto sucede más a menudo de lo que usted piensa. Entonces tomé conciencia al joven que llevaron a Juigalpa, en vez de curarle lo que hicieron fue enloquecerle. ¡Sin ninguna duda que así fue! 

lunes, 17 de febrero de 2014

¿Monólogos o polifonía?



Uno tiende fácilmente a identificarse con ciertas obras de ficción, porque además de encontrar afirmaciones que antes habíamos vertido, el autor hace propias ciertas premisas con las que comulgamos. Eso me pasó con la lectura de Hablar solos (Alfaguara, 2012) la novela más reciente de Andrés Neuman. Esa identificación hace que surjan complicidades. El primer sobresalto me vino cuando escuché preguntar a Elena "¿Se soñará distinto en una cama de hospital? Porque leer, de eso no hay duda, se lee distinto" (P. 96). Tiempo atrás mucho antes que Neuman hubiese desgajado esta aseveración, me atreví a expresar: "Toda la noche del 12 y la madrugada del 13 de agosto de 1975, mientras Ida daba luz a Carlos Ernesto, nuestro primer hijo, en el Hospital Bautista, yo me entregaba a la lectura. ¿Qué me hizo refugiarme en Confieso que he vivido, las memorias de Pablo Neruda? No dudo que fue la tensión que sentía". Corroboro. Luego me identifico.                                   


Más adelante Neuman me hizo otro guiño sorprendente. "Cuando un libro me dice lo que yo quería decir siento el derecho de apropiarme de sus palabras, como si alguna vez hubieron sido mías y estuviera recuperándolas". (P. 133). Debo reconocer que me sentí halagado. Siempre he pensado que Pablo Neruda escribió para mí los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. A mis trece años atraído por los camanances de Vicky, el poeta chileno puso miel a mi primer desvarío. Por eso no sentí celos al enterarme veinticinco años después que Palinuro había encargado a Neruda escribir toda su poesía como un  tributo a Estefanía. Muchísimo antes que Fernando del Paso hiciera públicas estas confesiones yo leía a Patricia los poemas que había escrito bajo encargo para cantar nuestro amor. Ella se encargó de leer sus obras para saber si Neruda había completado el pedido. ¿Me lo crees? ¿Bastaban estos dos lances para certificar que se trata de un texto apetecible? Nunca. Esto solo constituye el preámbulo.

Existen otras razones valederas para identificarse con esta obra. Al poner hablar a Mario (Padre), Lito (Hijo) y Elena (Madre), crea un coro de voces a partir de las reflexiones que estos formulan a lo largo de la novela.  Aunque cada uno hable y sostenga su discurso de manera individual, sus voces se entreveran y concatenan. Los hablantes articulan su melodía teniendo en cuenta al otro. Los monólogos prefiguran al otro. El padre a la madre y al hijo, la madre al hijo y al padre, el hijo a ambos. La orquestación se traduce en una polifonía. Mario prefiere grabar sus reflexiones, todas dirigidas al hijo. Lito lo hace hacia sus adentros y Elena, punto de enlace y convergencia, alterna su discurso, para finalmente verterlo por escrito. Un recurso al que recurre convencida que si la muerte deja "las conversaciones interrumpidas, nada más natural que escribir cartas póstumas". Una forma de conjurar su angustia y expresarle al muerto lo que calló en vida. Los ajustes requeridos después de su desaparición.

La perdurabilidad de su memoria el padre la logra mediante un viaje donde Mario alcahuetea a Lito. Un viaje decisivo. Si no hubiera ocurrido Mario hubiese desaparecido del recuerdo de Lito. El festejo definitivo lo convierte en un ser presente, imperecedero. El ocultamiento de su muerte verdadera, postrado en un hospital, sintiendo desfallecer ante el ataque inclemente de una enfermedad terminal, la madre la traduce en un accidente. No quiere que el hijo sepa las causas reales de su fallecimiento. Ella busca como volver más digerible la muerte del padre ante su hijo. Dividido en el recuerdo del hijo, "el padre fantasmal que ahora tutela sus andanzas y, por brutas que sean las festeja... cuanto menos te conoce más te admira". Exclama conmovida. Esto supone que Mario alcanza su objetivo. La realización del viaje tenía ese propósito. Albergaba esa intención. Urde el plan para que el hijo lo recuerde siempre. Para que jamás lo olvide. El viaje funda el nudo dramático.

La manera que Neuman diseña y construye la infidelidad de Elena y la forma como la hace hablar, son para mí el logro más estupendo de la novela. Ante la inminencia de la muerte de Mario, consulta a su médico, para terminar encamada con él. El doctor la hace renacer. El placer le devuelve el gusto por la vida. Los arrebatos de Ezequiel la convierten otra. No se reconoce. Sabe que hace mal pero justifica su actuación. No desea parecerse al resto de mujeres que sabiendo que sus maridos les ponen cuernos dejan impunes el hecho. Su voz surge poderosa. Una voz femenina llena de encantos. Uno podría crear su propio tablero de dirección como hizo Cortázar con Rayuela. Los requiebres de su voz, la manera como expresa sus delirios, la forma que ama, la falta de remordimientos, su entrega sexual sin reparos, los engaños persistentes, la verbalización y sus diferentes giros ratifican que nos encontramos frente a un fabulador que sabe y domina el lenguaje femenino. Se extasía revelando los vientos huracanados que sacuden a las mujeres cuando ocurren estas tempestades.  

Son pocas las veces que he leído en estos días un novelista que maneje con tanta destreza, sin asomos de falsificación, la voz de una mujer. La hace decir lo que siente sin recatos ni mojigaterías. Las páginas mejor acabadas son en las que Elena vierte sus sentimientos. Sin remilgos, plena de goce, llena de lujuria, confiesa que Ezequiel ha conseguido exploraciones que comprometen sus cinco sentidos. Mirar, tocar, morder, oler, resulta un sibarita muy parecido a don Rigoberto. También gusta oír las palpitaciones de sus carnes. Lo hacía en cualquier parte de su cuerpo. "Pega la mejilla a la piel, pone la oreja así, como un ginecólogo atendiendo a las contracciones, y entrecierra los ojos. Y sonríe. No sé qué escuchará". Elena transfigurada. Conoce y saborea las delicias del cuerpo. Ezequiel la enloquece. Deja de ser una mujer escindida. Ni puta ni virgen. Sino ambas a la vez. Se acoge al mandato de Freud. Se da, se exprime, se exige. Sin egoísmos deja que el gozo la inunde.

Ezequiel la lleva a conocer las infinitas maneras de hacer el amor. Elena, intelectual, maestra universitaria, lectora voraz, todas sus intervenciones vienen aderezadas por su inmersión en los libros. Un ir y venir de un texto a otro. Mario cuenta a Lito que su madre un día comentó que Audrey Hepburn era “perversa como la inteligencia”. Así era ella de aguda. Ezequiel la desquicia, toca su piel, la embiste, la hace resollar. La mujer pudorosa que llega al consultorio del doctor Escalante, se siente alzada en vilo, transformada. Exclama que sin las mujeres tontas, jamás se habría escrito un solo poema de amor. Cree que la forma que la estruja no encaja en las categorías previstas en la industria del porno. Describe puntillosa como la posee. No conoce límites. La desquicia y enloquece. A su edad necesitaba recuperar su ardor sexual. Siente de una manera distinta. Mientras tanto yo no puedo dejar de releer las páginas en las que Elena confiesa sin rubores este amor desaforado.


Al final recupera su apostura. ¿Eso borra de mi mente la licencia con que habla, se encapricha y desfallece? ¡No! ¡En verdad que no! Sigo admirando al novelista que la dotó de esa voz descarada que todavía resuena en mis oídos.