El narcotráfico y sus secuelas han hecho revirar la mirada a buena parte de los novelistas de América Latina. En consonancia con esta realidad, todo escritor que aspire a trascender debe mostrarse fiel a esta realidad. Entre el listado impuesto por la situación que atraviesa esta porción del mundo, Sergio Ramírez propone en primer término el narcotráfico. Un poder cuya capacidad devastadora obligó a los gobernantes del continente americano a reunirse en Cartagena de Indias (VI Cumbre de las Américas) y considerarlo como tema prioritario de sus respectivas agendas. Como ocurrió en su momento en Estados Unidos, donde la cinematografía se ocupó de manera especial en recrear la vida y milagros de renombrados delincuentes, alcanzando el clímax con la puesta en escena de El Padrino, basada en la novela homónima de Mario Puzo, algo similar acontece en la comarca latinoamericana.
Una constante de los escritores, aún de los que habitan en otra región del planeta, ha sido tomar como referente el contexto donde viven, sin que esto implique una sumisión servil a lo acontecido. Si la manufactura de sus obras fuese una simple transcripción, no habría obra perdurable, a lo sumo periodismo del bueno, nada más. En América Latina hemos tenido la dicha que sus novelistas más connotados han sabido dar cuenta de las distintas etapas por las que ha transitado su historia. De manera aviesa y con el ánimo de desprender máscaras y caretas, Carlos Fuentes propuso a sus pares del Boom a comienzos de 1967, escribir una crónica negra que tuviese como tema central a los dictadores latinoamericanos. La propuesta la hizo a través de una carta que envió a Mario Vargas Llosa. Cada uno de los integrantes de la cofradía se haría cargo de escribir una crónica “sobre el único personaje mitológico que ha producido América Latina”, como adujo García Márquez a Plinio Apuleyo Mendoza en El olor a la guayaba, (1982).
En consonancia con su propio arte creativo, Sergio Ramírez en El cielo llora por mí (2008), recurre a giros y modalidades del lenguaje utilizado por el común denominador de los nicaragüenses. Una novela de policías y narcotraficantes que da cuenta del quiebre de los valores trascendentes enarbolados por una revolución frustrada. Siguiendo la tradición del género crea varios personajes emblemáticos. El Inspector Dolores Morales, el policía derrengado, igual de astuto que sus cofrades de la DEA, con una moral forjada a fuego lento en los días más duros de la siembra, no transige en momentos que la debacle y la diáspora ocasionada por el estremecimiento de la pérdida del poder, conduce a varios de sus compañeros a convertirse en secuaces de los capos locales. Otro de sus logros más acabados, doña Sofía, mujer chispeante, conspiradora, cuya moral oscila entre su firme creencia religiosa, diferente a la que comulga la jefe de la Policía Nacional y su convicción por los valores que sucumbió su hijo en combate, para liberar al país de las lacras que atormentan a los nicaragüenses.
Como ocurre casi siempre en las novelas de Ramírez, la mayoría de sus lectores ha encontrado un par a cada uno de sus personajes. Los pueblos viven y se alimentan de sus ritos. Las celebraciones a la Virgen de Fátima en Plaza del Sol, sede central de la Policía Nacional, son atribuidas a la militancia religiosa explícita de su actual jefe supremo. Para esquivar cualquier señalamiento, Ramírez le cambia nombre y cargo, apegado a sus principios, los contornos con los que delinea los perfiles de este personaje, no deja duda de quién se trata. Todos sabemos quién es la Monja. No hay por donde perderse por mucho que el novelista, mentiroso redomado, manifieste a sus lectores que esa es su conclusión pero no la suya. Saturada de irreverencia y cargada de humor, destila un aire fresco, persuasivo y convincente. Cada vez que presenta sus novelas ante el auditorio nacional, cuando surgen estos señalamientos, se sale por la tangente. Con aire socarrón manifiesta, “Eso lo dice usted no yo”.
Teniendo como telón de fondo, la historia reciente del país, muda nombres pero no cambia escenarios. Una piscina donde el anfitrión se caga y ninguno de sus acompañantes se sale de la poza, les hace contar el desaguisado para espiar sus culpas. Las huelgas patrocinadas por la dirigencia sandinista durante los noventa, con la intención de seguir gobernando desde abajo, la redefinición del paisaje urbano de la capital, el crecimiento desmesurado de gasolineras, el surgimiento desbordante de casinos, la creación de nuevas zonas residenciales y la descripción de Managua, nuevo territorio donde transcurre El cielo llora por mí, forman parte del entorno inevitable de ese nuevo mundo. Los casinos vistos como lavanderías, auténticos laundries, centros de esparcimiento que florecen por todo el país, a los cuales sirven con esmero viejos cuadros revolucionarios. Para dar mayor fortaleza a su relato polariza los personajes no su procedencia. El Inspector Morales sigue comulgando con sus viejos principios, no así Caupolicán. Ateos practicantes se mofan de todo.
El ingrediente con que condimenta la novela es el humor. En Un baile de máscaras (1991), Sergio ratifica que lo domina como el más avezado novelista. Chile, pimienta, limón y sal, para tu gustoso paladar. El abogado de los narcos, homosexual, tiene la dicha de tener un perro imperfecto, un perro chiclán. Doña Sofía, practicante religiosa, acude al templo a comprar el jabón de la sanación, para que Fanny, la infiel, se lave la panocha y libere todos sus pecados. ¿Será tanta la alienación de doña Sofía, como para creer que un jabón puede limpiar las impurezas de la carne? Las carreteras, como testimonian los medios, son convertidas en pistas improvisadas donde aterrizan avionetas cargadas de drogas procedentes de Colombia. Llega a tanto el amor de Giggo, que cuando el Inspector Morales le hace saber que su amante, Black Bull, fue muerto para evitar que inculpe a quienes asesinaron a Lord Dixon, logra persuadirlo que se asile en la embajada de Estados Unidos, convirtiéndole en testigo privilegiado. Son amores que matan. La novela devela la homofobia de algunos nicaragüenses.
Los secuaces locales del Chapo Guzmán, en vez de Hummer, para ser discretos prefieren los Mercedes Benz y BMW. ¡El Inspector Morales, quien revela y aborta la conspiración, sigue manejando su viejo Lada destartalado de fabricación rusa! ¡Sergio Ramírez logra una vez más, ser consecuente con las premisas de su arte creativo! Con El cielo llora por mí, actualiza la presencia de Nicaragua en el nuevo mapa de la narrativa latinoamericana. Sumó su ingenio para contribuir a la creación de un edificio en plena construcción. Si ayer era la presencia de los dictadores, un tema todavía inagotable, hoy el narcotráfico desafía a los escritores latinoamericanos. No me interesa desmadejar la trama. Apenas esbozar algunos aspectos; recalcar el acierto de Ramírez, cuando el narcotráfico abruma y los gobernantes de nuestros países no logran ponerse de acuerdo para enfrentarlo. Al menos la apuesta por la legalización del consumo de ciertas drogas deja abiertas las opciones y la búsqueda de un consenso todavía en ciernes. ¿Un paso adelante que no tendrá retroceso? ¡Al menos yo así lo espero!