“Todo lo que aprendí
se
lo debo al bachillerato”
Vivir
para contarla
A
Gustavo Castro Caycedo se le metió entre ceja y ceja que Gabriel García Márquez
no había sido lo suficiente justo en la valoración de su paso por el Liceo
Nacional de Varones de Zipaquirá. Motivado por lo que consideraba una
injusticia, se metió de lleno a escudriñar con meticulosidad los pasos de Gabo
durante los 1,375 días que vivió en esa ciudad, comprendidos entre el 8 de
marzo de 1943 que ingresó al Liceo hasta el 6 de diciembre de 1946, día y año
en que se bachilleró. Con obsesión delirante presenta 83 testimonios de
personas entrevistadas a lo largo de tres años. Solo un cariño desmesurado por
Zipaquirá pudo haberlo seducido para emprender un camino farragoso, sin
titubeos y espíritu de detective. Sintió una herida profunda, un golpe inmerecido,
que Gabo dijera “mi internado en
Zipaquirá son seis años que recuerdo poco”.
La
tesis de Castro Caycedo no deja de ser un desafío incluso para el mismo Gabo. Si
Aracataca debe su notoriedad porque allí nació el Nobel colombiano, buena parte
de ese mérito obedece a la ciudad, al Liceo y profesores que recondujeron su
ruta intelectual. Sin su paso por Zipaquirá no se habría replanteado su
condición de poeta, a lo sumo hubiese sido un excelente dibujante y buen
caricaturista, pero nunca el extraordinario escritor que todos conocemos,
afirma Castro Caicedo. Los testimonios de sus compañeros de banca, sus maestros
más queridos y la acogida brindada por la intelectualidad zipaquireña, fueron
determinantes -afirma convencido- para que Gabo adquiriera la solidez literaria
que lo catapultó a la fama. No escatimó tiempo ni recursos para señalar su
despegue y transformación, teniendo como epicentro Zipaquirá y su Liceo de
Varones.
El
historiador ajusta su visión a la del literato Conrado Zuluaga Osorio,
estudioso de la obra de Gabo. El ex-director de la Biblioteca Nacional de
Colombia considera que “toda su obra
pertenece a un solo libro, a su libro de la soledad, la soledad de un niño
asustado y perdido”. Después de haber escuchado decir a los compañeros de
estudios más entrañables de Gabo, que el frío lo consumía –Zipaquirá se alza
2,652 metros sobre el nivel del mar- el
miedo aterrador, las pesadillas nocturnas, sus alaridos de espanto por las
noches, refractario a la oscuridad, no vaciló en llamar a su obra Gabo: cuatro años de soledad- Su vida en
Zipaquirá, (2012). Puntilloso, detallista, imbuido por una enorme pasión, sigue
su derrotero por la ciudad, sus escapadas nocturnas, su vida estudiantil y sus escarceos
amorosos.
Se
siente impelido a demostrar la certeza de sus hallazgos, confrontándoles con
las del biógrafo inglés Gerald Martin, a quien más de una vez rectifica. Está
persuadido que el viraje más importante en el discurrir creativo de Gabo fue el
quiebre que produjo en sus predilecciones, la influencia benefactora del
profesor Carlos Julio Calderón. Atrapado por la fiebre de la poesía rescató 14 de
sus poemas, los cuales Castro Caycedo no pudo publicar porque no obtuvo el
permiso de rigor de Carmen Balcells, su agente literaria radicada en Barcelona.
De nada sirvió el intercambio epistolar. En una de sus respuestas la catalana le
dice que podría autorizar su publicación “cuando
usted me envíe la selección que quiere publicar; quiero pasarlos por los ojos
de García Márquez para que el vea cuáles son los que autoriza”.
La
autorización jamás llegó, conociendo a Gabo era de esperarse que no accediera
dar luz verde para que se divulgasen unos versos nacidos bajo la inspiración de
amores fugaces. Mientras muchos escritores han hecho plata vendiendo sus
manuscritos a renombradas universidades estadounidenses, Gabo quemó los
cuadernos que utilizó para armar el esqueleto, insuflar de sangre y dar vida a Cien años de soledad. Celoso ha
pregonado que no deben mostrarse los recursos de carpintería utilizados, fiel a
su credo también quemó las cartas de amor desesperado que envió desde Europa a
Mercedes Barcha. No cabe duda que los
poemas dados a conocer por Castro Caycedo forman parte de la pequeña muestra
salvada del olvido por amigas y amigos afectuosos. Para bien o para mal, salvaron
Poemas desde un caracol supuestamente dedicado a Mercedes, rubricado desde
Zipaquirá en 1946.
La
vaina de la ortografía, su mala ortografía digo, no ha sido un invento ni un
truco de Gabo, sus compañeros de estudios más de una vez lo salvaron del
oprobio. Miguel Lozano confiesa que a pesar de ser un buen escritor le fallaba
la ortografía. Guillermo Granados y Alvaro Ruiz también dicen lo mismo. En el
apartado No 4 de Vivir para contarla
(Editorial Diana), dedicado por entero a rememorar su estadía en el Liceo
Nacional de Varones, reconoce que Carlos Julio Calderón fue en verdad “el primer maestro que pulverizaba mis borradores
con indicaciones pertinentes… y a quien debo mucho en mi vida de escritor”.
Sin obviar por supuesto las lecturas en voz alta antes de dormirse, realizadas gracias
a la iniciativa del profesor Calderón. Era tanto el interés que despertaban,
que en el Liceo se impuso la costumbre de leer en voz alta todas las noches.
Eran una fiesta.
En
las páginas de Gabo: cuatro años de
soledad resplandece nuestro paisano inevitable. Su peso literario se dejó
sentir en 1945 cuando el profesor Calderón le encargó varias veces corregir las
tareas de literatura de sus compañeros, “materia
en la que Gabo tuvo una gran influencia del poeta nicaragüense Rubén Darío”,
revela Miguel Ángel Lozano. El Mono Salgar uno de sus amigos más queridos recuerda
la primera dedicatoria puesta por Gabo a un libro que le obsequió. “A José
Salgar que me ordenó torcerle el cuello
al cisne”. Una metáfora que rezume jugos darianos. El estudioso Darío
Jaramillo señala que “el pidracielismo
marca en Colombia el tránsito del reino de Rubén Darío al reino de Neruda”.
Eduardo Angulo nunca olvidará que durante su primera clase, el rector Carlos
Martín puso como tema de estudio La
marcha triunfal.
La
escogencia del poema en la asignatura Análisis
del Ritmo, dio en el gusto de García Márquez. Desde ese momento lo ganó por
completo “porque este era admirador furibundo de ese genial nicaragüense que
escribió: ¡Ya viene el cortejo! ¡Ya viene
el cortejo! Ya se oyen los claros clarines. ¡La espada se anuncia con vivo
reflejo; ya bien, oro y hierro, el cortejo de los paladines…" El
dictador se sintió pobre y minúsculo en el estruendo sísmico de los aplausos
que él aprobaba en la sombra pensando madre mía Bendición Alvarado, ese si es
un desfile, no las mierdas que me organiza esta gente, sintiéndose disminuido para
agregar compungido: cómo es posible que
este indio pueda escribir una cosa tan bella con la misma mano con que se
limpia el culo, al ratificar años después que la pasión juvenil que sintió
por Rubén se mantenía intacta.
Dejo
como tarea pendiente a Castro Caycedo o algún estudioso de Gabo que por favor
concilie las afirmaciones del zipaquireño con lo dicho por el mago de
Aracataca. Contrario a los libros que leyó en el liceo de Zipaquirá, “que ya merecían estar en un mausoleo de
autores consagrados”, en Bogotá descubrió un mundo nuevo. Frente a sus ojos
desfilaron decenas de libros que “leíamos
como pan caliente, recién traducidos e impresos en Buenos Aires después de la
larga veda editorial de la segunda guerra europea. Así descubrí para mi suerte
a los ya muy descubiertos Jorge Luis Borges, D.H Lawrence y Aldos Huxley, a
Graham Greene y Chesterton, a William Irish y Katherine Mansfield y muchos más”.
Leyó a James Joyce y Frank Kafka. Pero siguió creyendo que “la poesía es la única prueba concreta de la
existencia del hombre”, como sostiene Luis Cardoza y Aragón.