Esa tarde salí en su búsqueda, su fama
aplaudida por todos, tanto que sus hazañas eran objeto de conversaciones y
conjeturas. Mis compañeros más avispados referían en los recreos con lujo de detalles
la forma vertiginosa que subía los árboles, siempre pegaba en el blanco,
parecía que tenía instalada una mira telescópica, se zambullía en el Mayales
durante tres minutos, eso era lo de menos aducían gozosos, lo impactante es que
emerge a la superficie con una ristra de cangrejos ensartados en un mecate. La
manera con que describían su temeridad me hacía pensar que se trataba de un
héroe. Vieras como corre por el monte, salta sobre los breñales y jamás pierde
el rastro de las iguanas. Bayardo, su sobrino corrigió el dato, lo que pasa es
que Tarzán marca el rumbo y él jamás lo pierde. El culto que la muchachada del
barrio Virgen María rendía a cada uno de sus logros le bañaba de una aureola
que acrecentaba su popularidad.
Para esos días los pasquines
fagocitaban mi interés, por solo un córdoba podía alquilar diez ejemplares de
mis héroes más connotados, Tarzán, el
hombre mono; Supermán, Batman y Robín, Roy Rogers, El llanero solitario,
Hopalong Cassidy y Chanoc. Mi predilecto seguía siendo El fantasma. Todos los días al regresar de clases por la mañana
leía por entregas la tira que aparecía en Novedades.
Se desplazaba por la selva enmascarado, metido en un traje hermético, ¡cómo
hacía para orinar! Dueño de un brioso caballo blanco, protegía las tribus
africanas de la avaricia de los malhechores, aliado de los pigmeos y sus dardos
venenosos. Uno de mis deseos era tener un perro como el suyo. Diablo le ayudaba en todos sus trances. El
venezolano Ludovico Silva haría escarnio después mostrando que la mayoría de
los superhéroes eran eunucos. A la par de los penecas fui poco a poco ampliando
mi radio de lectura, empezaron a gustarme las novelas de vaqueros, un año después salte a las
radionovelas de la Mundial.
Lo encontré sentado sobre una piedra
en el costado norte de la pared de la casa de talquezal de doña Eduarda, su
madre. Estaba abstraído viendo una perrera que se disputaban los muchachos
recién salidos de clase. Su figura no me dijo nada. Pelo ensortijado, negro,
descalzo y con la camisa abierta, más bien daba un aire anodino, todo
contrastaba con la descripción que me habían hecho mis compañeros de juegos de
beisbol, en los predios montosos frente al comedor de doña Manuela Carazo. Sus
más fervientes seguidores eran sus sobrinos, Bayardo, Donald y Luis, todos
hijos de Dora, su hermana. No escatimaban adjetivos para reseñar sus andanzas.
Se llevó un papel a la boca y lo mordisqueó. Luego lanzó un escupitajo. Un sol apaciguado
caía sobre el techo de la casa de doña Clara Díaz. No comprendía porque no le
había conocido antes, vivía a escasos metros de este lugar.
Todos los medios días a Jorge Eliécer
o a mí nos tocaba ir a comprar las tortillas
donde doña Clara. Chancha Ruca jamás me había hablado de Rito, eso
demeritaba un tanto su apostura y
gallardía. De pronto silbó y se le acercó un perro mediano, flaco, gris
desleído sobre el lomo y blanquizco en la parte del pecho. El perro se acercó
le acarició la cabeza y se echó a su lado. Los quedé viendo un rato y me
acerqué cauteloso. Hola le dije, me quedó mirando, alzó y bajó el brazo en
señal de saludo. No sabía cómo iniciar la plática. El único motivo por el que
salí a su encuentro era para que me invitara a ir de cacería con él. El perro
cómo se llama, pregunté, Tarzán me respondió de inmediato. Cuándo vas a ir a
garrobear. En este mes lo hago diario, se animó a decirme.
Me gustaría acompañarte; para que me
espantes los garrobos, no niño misión imposible, me vas atrasar y voy a volver
con las manos vacías. Eso crees vos, tiro mejor de lo que crees. ¡Ah estos
niños! Se levantó y desesperezó. Al acercármele comprobé que tenía una
complexión fuerte. Me pidió que le mostrara mi honda. Lanzó una carcajada al
comprobar que era de hules rojos. Con esos hules ni lagartijas matas. Se metió
la mano en la bolsa trasera izquierda de su pantalón. Me entregó la suya y me
pidió que hiciera algunos tiros. Me costaba estirarla. Ya ves, no podes ir
conmigo, sos demasiado tierno. Si le pegas en la punta, señaló con el dedo un
poste de madera ubicado en la esquina del patio de los Nicaragua, puede ser que
te invite. Me animé a tirar y di justo donde él pretendía. Esas chiripas
cualquiera las hace, si quebrás ese aislante te llevo.
Miré el hilo telefónico y comprobé que
estaba construido de vidrio granítico. La piedra no le hizo mella. Me pidió su
honda y disparó haciendo añicos el aislante. Nada perdés en llevarme, te
prometo que haré lo que digas. La mañana siguiente bajamos rumbo a Paiguas,
cruzamos el río y caminamos hacia la quebrada de Carca. El perro flaco,
esmirriado no se separaba de su lado. Voy a treparme a ese Guanacaste y no
hagas bulla, no quiero que espantes las iguanas. Miré hacia arriba y no divisé
nada, pensé que fantaseaba. El árbol medía en su base más de dos metros. Cómo
va hacer, me pregunté. Tomó impulso y se sostuvo con las manos y los pies,
luego empezó a escalar. Un prodigio la
velocidad con que lo hacía. Como mono se encaramó sobre una de las ramas más
gruesas y empinadas. El perro permanecía echado observando. Las ramas más altas
eran sacudidas por el viento que bajaba de Amerrisque.
Se sentó en su vértice, sacó la
tiradora y disparó con soltura, escuché el ruido de las hojas y de pronto un
animal venía en picada, no había terminado de caer cuando Tarzán tenía atrapado
el garrobo lapo entre sus dientes. Si me lo hubieran contado no lo hubiese
creído, hubiera pensado que se trataba de una de esas fábulas que tejen los
pueblos para ennoblecer a ciertas personas. En un suspiro lo tenía a mi lado.
Le quitó al perro el garrobo, le amarró las patas y pidió lo cuidara. Volvió a
encaramarse al árbol para repetir la hazaña. Entonces supe que no eran cuentos
los que escuchaba en los mentideros de Juigalpa. Con el tiempo pude verle
buceando entre los pedregales de Paiguas. En
Agosto de mi fiesta primera, lo vi bailar el Toro Huaco como un virtuoso y por la tarde del día siguiente montar
un toro. Esas eran sus grandes credenciales. Rito, El Toro, con justicia ha sido consagrado por todos los que le
conocimos.